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El enterrador de Brunete

La Razón
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Cuando yo era niño la gente hablaba tan poco de la Guerra Civil que llegué a dudar de que realmente hubiese ocurrido. Conocí a muchos hombres que decían haber luchado en los frentes más duros, con miles de bajas mortales por ambos bandos, y ninguno de aquellos testigos de excepción reconocía haber matado a nadie. Si fuese cierto que la contienda había supuesto un millón de muertos, me preguntaba yo cómo sería posible que nadie hubiese presenciado con sus propios ojos la tragedia y que todos aquellos combatientes hubiesen regresado a sus casas persuadidos de haber sido simples figuras de fogueo, incruentos luchadores sin puntería en una guerra en la que los muertos por lo visto no eran cosa de nadie. Como a mi alrededor no se hablaba del asunto, y en los libros de texto la referencia era casi simbólica, supuse que lo que habría agravado el resultado de la guerra sería la irrupción de una gripe severa y la proliferación simultánea de alguna enfermedad venérea contagiada al aplaudir en el cabaret. No me preguntaba entones por las razones de los combatientes para guardar silencio obre lo ocurrido, aunque no tardé en darme cuenta de que ellos mismos preferían engañarse sobre lo sucedido, no porque no tuviesen la absoluta certeza de cómo ocurrieron los hechos, sino porque en el fondo confiaban en que los grandes titulares de la Historia les ahorrasen el tormento moral de contar la letra pequeña de sus remordimientos. Ni los vencidos que yo conocí proclamaron entonces su odio hacia el triunfador de la contienda, ni los vencedores con los que hablé pecaron de arrogancia. Unos y otros eran hombres sencillos, gente corriente, combatientes que nunca entendieron muy bien por qué se vieron obligados a compartir con furia el dolor y la sangre si antes habían compartido con generosidad el pan y la mesa. En mi familia hubo luchadores en ambos bandos, incluso tratándose de hermanos, pero cuando se juntaban jamás hablaban de aquello y contestaban con evasivas cada que vez que yo les preguntaba por la guerra.
Lo solventaban sin alusiones, recordando si acaso le geografía en la que estuvo de paso cada uno, como si la guerra no hubiese sido otra cosa que ir a ver el mar subidos en trenes distintos. Entonces dejé de hacer preguntas. Supuse que para todos sería mejor pensar que nadie había matado a nadie y que la única evidencia de tanto dolor sería lo largos que en 1939 tenía los brazos el enterrador de Brunete.