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Vómito de luz
Al mirar sus autorretratos, me he dado cuenta de que el rostro de Vincent van Gogh representa la idea de que el arte ocurre con frecuencia de espaldas a la felicidad y que su expresión ensimismada y taciturna es la evidencia de que humanos en apariencia oscuros e inaccesibles son en el fondo almas dulces, mendicantes y maduras, como melocotones que tuviesen escondida la pulpa en el interior del hueso. A falta de que los especialistas se pongan de acuerdo para diagnosticar el perfil emocional del artista, a mí lo que me fascina es precisamente la oscuridad mental en la que vivió Vincent, siempre atrapado entre la necesidad natural de prosperar y el apremio agobiante de las deudas. Fue al mismo tiempo predicador y proscrito, alguien que tal vez encontró el talento en el desgarro de una vida inestable y desquiciante entre la fe y los vicios, siempre a medio camino entre la inspiración y las alucinaciones. Quienes admiramos su obra agradecemos en el fondo su vida tormentosa y desgraciada, su evasión en las tabernas y su amor precario y violento en un orbe sórdido y amoral en el que nunca tuvo muy claro si el sabor de su boca al final de la madrugada apátrida y ominosa era el jarabe diabético y mamado de un beso o el ácido rescoldo de un vómito de luz. Como tantos artistas, Van Gogh fue un hombre incomprendido, triste y desgraciado, autor de una obra que se explica por sí misma y conmueve por la vida azarosa de su autor. Sus autorretratos son la transcripción literal de un alma sensible, atormentada y podrida. Y yo, que repaso a menudo sus rasgos, creo ver en sus ojos la mirada angustiada, indigente y descreída de alguien que acabase de darse cuenta de que la vida sólo es emocionante en ese horrible momento de lucidez en el que un hombre descubre que el arte sólo puede ser la secuela de un fracaso.
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