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Entre las más grandes por Lluís Fernández
La intensidad, ésa es la fuerza con la que se manifiesta en los grandes actores su calidad interpretativa. Si se va más allá, se cae en el histrionismo; si se controla, puede surgir la genialidad. De Meryl Streep, como de Bette Davis o Katharine Hepburn, puede decirse que recorrió el amplio espectro que va del desbordamiento a la sutil contención dramática. Con un registro natural que sólo tienen las grandes estrellas del cine que logran moderar delante de la cámara su propensión al exceso.
Meryl Streep ha llegado a conseguir nada menos que tres Oscar y diecisiete nominaciones. Muchas más que Bette Davis, que fue nominada once veces y ganó dos Oscar, pero menos que Katarine Hepburn, doce veces nominada y cuatro estatuillas ganadas, y no precisamente por sus mejores interpretaciones.
Lo más singular del genio interpretativo de Meryl Streep es su camaleónica capacidad para fundirse con el personaje y casi desaparecer detrás de la máscara de una mujer corriente. No es el caso de los grandes mitos del cine de Hollywood, estrellas inmensas que encarnaban a personajes más grandes que la vida, o que lo parecían. ¿Cómo hubiera interpretado Meryl Streep a Jezabel, Margo Channing o Baby Jane? De ninguna manera, porque no forman parte de su mundo dramático ni de su registro interpretativo naturalista. Por contra, es difícil imaginarse a la Hepburn confundida con la hija de un tendero inglés, cambiando hasta el registro vocal e idiomático para convertirse en Margaret Thatcher. Las estrellas del Hollywood clásico sólo pudieron cambiar su registro dramático al final de su carrera, en los años 70. El caso de Meryl Streep es realmente singular. Podría decirse que, como en la naturaleza, su interpretación es hipertélica, aquella que se mimetiza con el medio y logra la invisibilidad, como las alas de las mariposas mimetizadas con las hojas para confundir a los depredadores.
En el límite, estamos ante un fenómeno de barroquismo interpretativo posmoderno, opuesto al «star system» hollywoodiense: la casi desaparición del actor bajo la máscara del personaje hasta un grado de ocultación nada usual entre las estrellas de cine que siempre buscan ser reconocibles, imprimir su marca sin perder visibilidad.
Aquí, el exceso estaría del lado de la contención, del efecto que causa la máscara que oculta y distrae al espectador para que la actriz pueda actuar sin las limitaciones que le impone la presencia invasiva de la estrella del cine, fácilmente reconocible.
Si Meryl Streep es excepcional es en la medida que ha cambiado, no el registro interpretativo, que sigue siendo del método, buscando en la interiorización de las motivaciones la creación del personaje –ajustándose a los datos de la realidad–, sino su abordaje. Lo hacía Charles Laughton en sus mejores interpretaciones, pero todo el mundo sabía que detrás de la máscara aparecía de nuevo el gran histrión de Laughton. La proeza de Meryl Streep ha sido reencarnarse en Margaret Thatcher. La Dama de Hierro será para siempre como ella. Le quedará su genio político, lo único que la actriz no puede interpretar pero sí santificar con el aura de su genio.
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