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Llamas de cera (II) por José Luis Alvite
A los ricos contenidos, adinerados de toda la vida, cultos y educados, siempre se les ha tenido un cierto respeto incluso en los momentos airados en los que el pueblo se enfurece escandalizado por el escarnio de la miseria. Hay un respeto histórico hacia la riqueza sensata y genealógica de las familias que son depositarias de un patrimonio y una liquidez que le vienen de sus venerables antepasados y han sabido administrar sin caer en la tentación del exhibicionismo. Suele tratarse de ricos en cierto modo involuntarios, casi dolientes; a veces, incluso de personas que sobrellevan su riqueza como si se tratase del peso de una carga insoportable que les obliga al estoicismo de una vida discreta para no provocar el resquemor de quienes les sirven. Yo he conocido a ricos de esa clase y eran unos señores cultos, de modales exquisitos, que para no ofender con su riqueza se imponían más privaciones que las que soportaba el personal a su servicio. Aun recuerdo como un ejemplo de contención casi franciscana lo que en una ocasión me dijo el Dr. A. E.: «En mi posición económica es difícil llevar una vida satisfactoria sin resultar ofensivo. Mi familia se impone más privaciones que la familia de nuestro contable. Me salva que por la educación recibida estoy a salvo de tener los mismos vicios que se permite mi chofer sin que nadie se escandalice». Y añadió: «Mi padre me enseñó de niño algo que a su vez le había enseñado a él el suyo: "La riqueza no es algo de lo que tengamos que presumir, de modo que has de procurar que en tu rostro el dinero se note siempre menos que los estragos de cualquier otra enfermedad. En cierto modo, hijo, la riqueza sólo es una deuda que por suerte podemos pagar". Eso decía mi padre. Y según se mire, amigo mío, los de mi clase a veces sólo somos pobres a manos llenas».
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