San José

Benedicto XVI: «Se sumergía en el encuentro con Dios»

Hace seis años nos encontrábamos en esta Plaza para celebrar los funerales del Papa Juan Pablo II.

018nac02fot1
018nac02fot1larazon

El dolor por su pérdida era profundo, pero más grande todavía era el sentido de una inmensa gracia que envolvía a Roma y al mundo entero, gracia que era fruto de toda la vida de mi amado Predecesor y, especialmente, de su testimonio en el sufrimiento. Ya en aquel día percibíamos el perfume de su santidad, y el Pueblo de Dios manifestó de muchas maneras su veneración hacia él. Por eso (...), he querido que (...) la causa de su beatificación procediera con razonable rapidez. Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato (...)

Éste es el segundo domingo de Pascua, que el beato (...) dedicó a la Divina Misericordia. Por eso se eligió este día para la celebración de hoy, porque mi Predecesor, gracias a un designio providencial, entregó el espíritu a Dios precisamente en la tarde de la vigilia de esta fiesta. Además, hoy es el primer día del mes de mayo, el mes de María; y es también la memoria de San José obrero. Estos elementos contribuyen a enriquecer nuestra oración (...).

«Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). En el evangelio de hoy, Jesús pronuncia esta (...) bienaventuranza de la fe. Nos concierne de un modo particular, porque estamos reunidos (...) para celebrar una beatificación, y más aún porque hoy un Papa ha sido proclamado Beato, un Sucesor de Pedro, llamado a confirmar en la fe a los hermanos. Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica (...) La bienaventuranza eterna de Juan Pablo II (...) está incluida en estas palabras de Cristo: «Dichoso, tú, Simón» y «Dichosos los que crean sin haber visto». Ésta es la bienaventuranza de la fe, que también Juan Pablo II recibió de Dios Padre (...)

Pero nuestro pensamiento se dirige a otra bienaventuranza (...) Es la de la Virgen María, la Madre del Redentor. A ella, que acababa de concebir a Jesús en su seno, Santa Isabel le dice: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). La bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María, y todos nos alegramos de que la beatificación (...) tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo la mirada maternal de Aquélla (...).

Queridos hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos (...) la figura amada y venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27 años de pontificado (...). Todos los miembros del Pueblo de Dios (...) estamos en camino hacia la patria celestial, donde nos ha precedido la Virgen María, asociada (...) al misterio de Cristo y de la Iglesia. Karol Wojtyla (...) participó en el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el último capítulo del Documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del Redentor como imagen y modelo de santidad (...).

Esta visión teológica es la que el beato (...) descubrió de joven y que después conservó y profundizó durante toda su vida. Una visión que se resume en el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre. Un icono que (...) quedó sintetizado en el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyla: una cruz de oro, una «eme» abajo, a la derecha, y el lema: «Totus tuus», que corresponde a la célebre expresión de san Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol Wojtyla encontró un principio fundamental para su vida: (...) María, Soy todo tuyo, y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María; préstame tu corazón». (Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n. 266).

El nuevo Beato escribió en su testamento: «Cuando, en el día 16 de octubre de 1978, el cónclave de los cardenales escogió a Juan Pablo II, el primado de Polonia (...) me dijo: "La tarea del nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el tercer milenio"». Y añadía: «Deseo expresar una vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran don del Concilio Vaticano II, con respecto al cual (...) me siento en deuda. Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado (...) Deseo confiar este gran patrimonio a todos los que están y estarán llamados a aplicarlo (...)

Doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima causa (...)». ¿Y cuál es esta «causa»? Es la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne en la Plaza de San Pedro (...): «¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Aquello que el Papa (...) pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible (...). Ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio (...). Más en síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo (...).

Karol Wojtyla subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre. Su mensaje fue éste: el hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo es el camino del hombre. Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II (...), Juan Pablo II condujo al Pueblo de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente a Cristo él pudo llamar «umbral de la esperanza». Sí, él (...) dio al cristianismo una renovada orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la historia, pero que incide también en la historia. Aquella carga de esperanza que (...) se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para el Cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en la historia con un espíritu de «adviento», con una existencia personal y comunitaria orientada a Cristo (...), cumplimiento de su anhelo de justicia y de paz.

Quisiera finalmente dar gracias también a Dios por la experiencia personal que me concedió, de colaborar durante mucho tiempo con el beato (...). Durante 23 años pude estar cerca de él (...). Su profundidad espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El ejemplo de su oración siempre me ha impresionado (...): él se sumergía en el encuentro con Dios (...). Y después, su testimonio en el sufrimiento: el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo, él permanecía siempre como una «roca», como Cristo quería. Su profunda humildad (...) le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más elocuente, (...) cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo. Así, él realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser uno con aquel Jesús (...).

Dichoso tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído. Te rogamos que continúes sosteniendo desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios. Amén.