Afganistán

El islam ante el espejo

La Razón
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Cuando un fanático temerario como el predicador Terry Jones es capaz de incendiar el mapamundi, de poner en alerta policial a decenas de países y de obligar a intervenir a líderes mundiales, desde Obama hasta Benedicto XVI, eso quiere decir que la convivencia interreligiosa en la comunidad internacional es muy frágil y se mueve al borde del precipicio. El calendario islámico ha hecho coincidir hoy el fin del Ramadán con el noveno aniversario de la masacre del 11-S, lo que añade más inquietud a la efeméride. Es evidente que en estos nueve años apenas si se ha avanzado en la neutralización del fanatismo islamista que perpetró el atentado, ni se ha mejorado la relación entre Occidente y el mundo musulmán, ni se han disipado los prejuicios que alientan los radicales de una y otra parte, sobre todo los islamistas. Por supuesto, tampoco se ha cauterizado la herida de Manhattan; al contrario, la absurda polémica sobre el emplazamiento de una mezquita en el área de influencia de la Zona Cero ha avivado las ascuas del dolor de la sociedad norteamericana. Y en cuanto a la guerra de Afganistán, destinada a eliminar el santuario de Al Qaida, está lejos de haber cumplido sus objetivos pese al elevado coste de vidas humanas y medios materiales. Al mismo tiempo, el radicalismo islámico ha avanzado en países claves como Turquía y se ha hecho aún más fuerte y peligroso en Irán de la mano de unos clérigos obsesionados con la carrera nuclear. En el lado occidental, los recelos hacia los musulmanes han ido en aumento, desde Suecia y Alemania hasta Francia y Austria. En España, brutalmente golpeada el 11-M, han empezado a surgir ya los primeros conflictos a propósito del burka y del velo, pero también por el integrismo de ciertas comunidades de inmigrantes. No debería echarse en saco roto el dato conocido esta semana, según el cual el 53,6% de los españoles rechaza a los musulmanes. Nuestra sociedad no está especialmente blindada frente a los prejuicios o los excesos, por más que ocho siglos de presencia musulmana la contemplen; precisamente por eso, por la mitificación que hacen de Al Ándalus, es objetivo preferente de los terroristas.

España se enfrenta, como el resto del mundo democrático, al desafío más sobresaliente de este principio de siglo: la integración de los creyentes musulmanes y su incorporación plena a la ciudadanía de acuerdo a las reglas constitucionales. Es de sentido común que la educación de las nuevas generaciones es fundamental para lograr una convivencia sosegada y tolerante.

Pero caeríamos en la típica hipocresía del buenista atolondrado si no pusiéramos a las comunidades islámicas frente a sus deberes y responsabilidades. No se puede disfrutar de las libertades, los avances y el bienestar del modelo occidental y, al mismo tiempo, no defenderlo de los ataques exteriores por parte de quienes esgrimen el Corán e invocan al Profeta. La pasividad, cuando no la latente hostilidad, de amplios sectores musulmanes hacia la sociedad que les ha acogido no hace más que alimentar la desconfianza, agudizar las suspicacias y abonar el terreno en el que medran los demagogos, los sectarios y los violentos.