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Dios aprieta pero no ahoga por Rosetta Forner
No sólo de caridad vive el hombre, sino también de un trabajo que le dignifique. En este tiempo de crisis espiritual que deja el estómago hambriento de cariño y de pan, bueno es que existan personas que dedican su vida a ayudar a otros, pues todos somos un poco «ese» que está viviendo una situación apurada. Un trabajo remunerado nos hace sentir que hacemos algo que merece la pena, a la par que nos integra en la sociedad. Quizá ahí reside el por qué algunas personas, al perder su trabajo, pierden el respeto que sentían por sí mismas y, de ahí a la autoexclusión social, sólo hay un paso. No debería perderse la dignidad ni la esperanza junto con el puesto de trabajo. Dar limosna no es solución, es sólo poner un parche. Lo mejor es ofrecerle a alguien una razón y una herramienta para salir adelante. Ojalá viviésemos en un mundo donde no fuese necesario trabajar ni existiese el dinero. Pero la realidad es la que es. Una sociedad que se precie y quiera hacer honor a su categoría de humana debe procurar que sus miembros se sientan útiles, válidos, merecedores de una oportunidad para expresar sus talentos, dones y capacidades. Y, de paso, contribuir a crear un mundo mejor. Por eso, un trabajo es mucho más que algo que hacemos para obtener un puñado de billetes: es un medio para mostrarle al mundo el rostro de nuestra singularidad, un camino por el que realizar nuestra misión vital y alcanzar sueños. Si los perdedores siempre tienen una excusa y los ganadores un plan, tomemos nota e inventemos puestos de trabajo.
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