España

Razones de ser de un tribunal

La Razón
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Después de la última sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña y de la resolución rechazando suspender la aplicación de la ley del aborto no son pocos los que se preguntan, incluso con indignación, por las razones de ser de semejante organismo. Personalmente, estoy convencido de que pocas instituciones son más necesarias en una Historia como la española que un tribunal de garantías constitucionales. A diferencia de otras naciones, España no ha tenido nunca una tradición verdaderamente democrática. O se han contemplado las urnas como el lugar desde el que se perpetra el pucherazo, o se han considerado, especialmente desde la izquierda, como un engorro por el que hay que pasar para acometer lo que se desee, resulte o no legal, o incluso se ha afirmado que su mejor destino es que las rompan. Por todo ello, el tribunal de garantías constitucionales se convierte en un órgano indispensable para evitar que la mera partitocracia viole la ley apelando a un mandato derivado de la mayoría parlamentaria. Un tribunal así impediría, por ejemplo, que una mayoría en las cámaras privara de sus derechos a los judíos o desactivara normas que chocan directamente con los derechos fundamentales. Desgraciadamente, en España, el Tribunal Constitucional se ha convertido en una cáscara vacía de sustancia en la que existe la forma y falta el contenido. No hace falta decir que tan lamentable andadura comenzó con la famosa sentencia del caso Rumasa que llevó a su presidente a zanjar la votación con un voto de calidad y, acto seguido, a regresar al exilio del que había venido colmado de ilusiones. Sin embargo, los años de ZP constituyen la culminación de su descrédito. ZP –y con él personajes como Montilla o los próceres nacionalistas– parte de un punto de vista jurídico profundamente antidemocrático que enlaza con las cosmovisiones de los años veinte del siglo pasado, que afirmaban que una mayoría parlamentaria estaba legitimada para pisotear la ley sin que debiera ponérsele frenos. Esa conducta se ha visto en relación con la ley de matrimonios homosexuales, con el Estatuto de Cataluña, con la nueva regulación del aborto y con otros temas. En situaciones como ésas, el TC debía haber sido el valladar de la legalidad constitucional contra el despotismo partitocrático. Ha cumplido el papel diametralmente opuesto. Ignoro si María Emilia Casas es creyente y en qué, pero no me cabe la menor duda de que Dios le va a pedir cuentas por haber convertido la garantía de nuestras libertades en una mera caja de resonancia de un ejercicio despótico del poder. En lugar de defender a los ciudadanos de la acción de una casta política decidida a liquidar la existencia de una nación de ciudadanos libres e iguales, ha preferido inclinarse genuflexa ante sus órdenes recurriendo a métodos que, de no ser tan vergonzosos, provocarían la carcajada por su descaro. En su mano ha estado quizá más que nunca el proporcionar una justificación a la existencia del TC y lo que ha hecho ha sido resolver que para el Tribunal Constitucional es más importante paralizar el derribo de unas viviendas en ruinas que el asesinato en masa de millares de «nascituri» inocentes. Difícilmente se puede caer más bajo, pero, a fin de cuentas, es un retrato fidedigno de la miseria a la que ha quedado reducido el Tribunal Constitucional.