Iglesia Católica

El hombre como cuestión principal

La Razón
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La persona humana y su dignidad, el ser humano, es el fin inmediato de todo sistema social y político, especialmente del sistema democrático. Acaban de celebrarse unas elecciones municipales y algunas autonómicas, han habido unos resultados; la semana última ha aparecido un fenómeno nuevo: «el movimiento 15M»; están agolpándose muchas cosas en estos momentos. La verdad es que uno se siente tentado a escribir sobre estos temas. No voy a caer en esa tentación, al menos ahora. Me sitúo en lo que soy: obispo de la Iglesia, pastor de los fieles. Y, como tal, sencillamente señalo que tras todos esos hechos y situaciones siempre está lo que más me preocupa y debería preocuparnos: el hombre. Tras esos hechos está en juego una sociedad vertebrada, articulada y fundamentada en el bien común. Y tras el bien común la cuestión principal siempre es la misma: el hombre. Esto quiere decir que una sociedad vertebrada y armada para afrontar el futuro reclama asentarse y fundamentarse en unos valores fundamentales insoslayables sin los cuales no habría una sociedad en convivencia y vertebrada o se la pondría en serio peligro. La sociedad necesita de una base antropológica adecuada. La sociedad en convivencia, vertebrada y con futuro es posible en un Estado de derecho, más aún, sobre la base de una recta concepción de la persona humana.

La persona humana y su dignidad, el hombre, el ser humano, es el fin inmediato de todo sistema social y político, especialmente del sistema democrático, que afirma basarse en sus derechos y en el bien común que siempre debe apoyarse en el bien de la persona y en sus derechos fundamentales e inalienables. Es un principio básico de una sociedad en convivencia, democrática y vertebrada el que «todo hombre es un hombre». La sociedad, y dentro de ella el Estado –mejor aún en un sistema democrático–, está al servicio del hombre, de cada ser humano, de su defensa y de su dignidad. Creo que estaremos de acuerdo en que los derechos humanos no los crea el Estado, no son fruto de un consenso democrático, no son concesión de ninguna ley positiva, ni otorgamiento de un determinado ordenamiento social. Estos derechos son anteriores e incluso superiores al mismo Estado o a cualquier ordenamiento jurídico regulador de las relaciones sociales; el Estado y los ordenamientos jurídicos sociales han de reconocer, respetar y tutelar esos derechos que corresponden al ser humano, corresponden a su verdad más profunda en la que radica la base de su realización en libertad. El ser humano, el ciudadano, su desarrollo, su perfección, su felicidad, su bienestar, son el objetivo de toda sociedad en convivencia y vertebrada, y de todo su ordenamiento jurídico para que así lo sea. Cualquier desviación por parte de los ordenamientos jurídicos, de los sistemas políticos y económicos o de los Estados en este terreno nos colocaría en un grave riesgo de totalitarismo -y de riesgo de deshumanización-, incapaz, por lo demás, de lograr una sociedad verdaderamente vertebrada, que tenga capacidad de superar las crisis del tipo que sean y que sucedan.

Por esto mismo, la sociedad para crecer como una sociedad vertebrada y con capacidad de futuro, superando las crisis en que se vea inmersa, necesita una ética que se fundamenta en la verdad del hombre y reclama el concepto mismo de persona como sujeto trascendente de derechos fundamentales, anterior al Estado y a su ordenamiento jurídico. La razón y la experiencia muestran que la idea de un mero consenso social que desconozca la verdad objetiva fundamental acerca del hombre y de su destino trascendente es insuficiente como base para un orden social honrado y justo; sin esto, tarde o temprano –más bien temprano– la sociedad se desmorona y se desarticula. Hay unas pautas o exigencias morales objetivas que son anteriores a la sociedad o al sistema como ordenamiento jurídico y social que han de ser garantizadas. Algunos opinan que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo. Pero esta concepción desmoronaría la sociedad, desvertebrándola, haría tambalearse el mismo ordenamiento social y democrático en sus fundamentos, reduciéndolo a un puro mecanismo de regulación empírica de intereses diversos y contrapuestos. Ésta es la gran cuestión que hay que plantearse ahora, para afrontar una situación que es necesario renovar, mejorar, cambiar, llenarla de futuro y de dinamismo humanizador: la cuestión del hombre, la cuestión moral, la cuestión antropológica, que es la que está en juego. Entre todos hemos de afrontar esta cuestión. Sin duda alguna podemos contar con la Iglesia, experta en humanidad, que en primera línea, no se echará atrás, porque nada humano le es ajeno, porque comparte los gozos y esperanzas, sufrimientos y dolores de los hombres, porque su camino es, sencillamente: el hombre.