Roma

Juan por Cristina López Schlichting

La Razón
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Que un chico que va para abogado deje la carrera en cuarto y se meta en el seminario, ya es curioso. Si además invita a doce pobres a la fiesta de su ordenación, llama la atención. Y si por último vende las minas de plata que ha heredado de su familia en Sierra Morena y reparte el beneficio entre los mendigos, la cosa recuerda a Francisco de Asís y Francisco de Borja. Ambos eran ricos y los dos lo dejaron todo. La diferencia es que el chico del que les hablo es un perfecto desconocido y los otros dos, santos famosos. Hoy hacen en Roma doctor de la Iglesia universal a la trigésimo cuarta persona en el mundo digna de semejante honor. Y es un español. La cosa significa que lo que esta persona ha dicho y hecho es doctrina. Entre ellos están Santo Tomás de Aquino, San Agustín de Hipona o San Jerónimo. Y sólo hay tres españoles en la lista: San Isidoro de Sevilla, Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz. Hoy Juan de Ávila se convierte en el cuarto…y nadie lo conoce. Es una situación curiosa, que algunos relacionan con el hecho de que fuera un simple cura diocesano, de manera que no ha tenido detrás una gran orden religiosa que procurase su subida a los altares ¡que no se produjo hasta 1970! Fue contemporáneo y amigo de Teresa de Cepeda, Ignacio de Loyola y Juan de la Cruz. Predicaba como los ángeles y era tan humilde que, antes de hablar, rezaba durante dos horas. Tal vez por eso San Juan de Dios y San Francisco de Borja se convirtieron escuchándolo. La fiesta de hoy me ha llevado a leer su obra más conocida, «Audi Filia», escrita para una discípula, y no salgo de mi asombro por la modernidad de los contenidos y la hermosura de esta lengua que nos llega fresca desde el siglo XVI. Este Juan conoce bien al ser humano y sus deseos, explica perfectamente el amor de Dios y enseña a rezar de una manera práctica y conmovedora. Se le atribuye la autoría del maravilloso «Soneto a Cristo Crucificado» porque disfrutaba tanto con el amor divino que escribió: «Aunque no hubiese infierno que amenazase, ni paraíso que convidase, ni mandamiento que constriñese, obraría el justo por sólo el amor de Dios lo que obra». Si has llegado hasta aquí, indulgente lector, disfruta conmigo: «No me mueve mi Dios para quererte el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte... no me tienes que dar porque te quiera, pues aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera». Ya sólo por estos versos merecería ser doctor de la Iglesia este ignoto Juan de Ávila, manchego universal.