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ANÁLISIS: El «show» de los candidatos por Kathleen Parker
Es una obligación en estos tiempos políticos que «el candidato» se someta a la humillación cómica. En este universo al revés, el bufón de la corte es el monarca y el aspirante a rey tiene que someterse a las ocurrencias del bufón. El último en incorporarse al carnaval fue Mitt Romney en el «David Letterman Show», donde el candidato no sólo ha de ser el blanco pasivo de las bromas escritas por otros, sino que además también tiene que hacerlas. Todo para apaciguar a las masas al tiempo que se humaniza al candidato, pero se ha vuelto tan previsible que induce al sopor. Nos reconocemos en nuestros asientos mientras esperamos que el candidato resbale donde siempre. La actuación de Romney consistió en recitar las diez cosas que le gustaría decir a América. Con una americana y una camisa informal abierta, parecía un «boy scout» en un burdel y recordaba a Dustin Hoffman pasando artefactos de submarinismo en la fiesta de sus padres en la película «El graduado». No es que la ropa no le fuera; era la percha. Pero el personaje que interpretaba Hoffman no era el de tonto. Su audiencia, sí. Su indignación existencial plasma la incomodidad propia de estar siendo crucificado por adultos que se comportan como payasos. También podríamos decir lo propio de Romney. Mantuvo el tipo en medio del absurdo. Sin salirse del guión Romney empezaba: «¿Es momento de un presidente que parece el presentador de un concurso de los 70?», seguido de las risas del público. Y así atravesamos el torrente de chistes sin gracia sobre Canadá, los Colts, una colonia nueva llamada «Mitt-ificado» y «Newt Gingrich, ¿en serio?» La comedia consiste en el mensaje, después de todo, y Romney no trasladaba ninguno. Esto era útil obviamente. El caballero o la dama que se postule a ocupar el puesto más serio del mundo no tiene que ser divertido; simplemente tiene que ser un encanto. La actuación de Romney estuvo tan escrupulosamente medida que, en la práctica, tuvo algo de gracia. También fue la única forma de poder sacarla. Lo que Romney no hace es comedia, hecho en el que los votantes encontrarán cierto consuelo. Menos consolador pueden encontrar contemplar al posible futuro presidente obligado a hacer de mono al organillo. ¿Hemos de prolongar este ardid pues? La insistencia en que los candidatos se sometan al oprobio público no nos dice nada de su naturaleza, pero sí que es poco halagüeño con la nuestra. Un toque siempre es agradecido, y el humor es el antídoto del pesimismo, una forma relativamente benigna de canalizar la ira (fíjense en lo que brilla por su ausencia en los países actualmente patas arriba). Pero a lo mejor esta vía no da más de sí. Que los cómicos cuenten las bromas, y jubilemos lo del monólogo cómico. Lo que sobra es el número.
Kathleen Parker
The Washington Post Writers Group
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