Campaña electoral
Susto o muerte
La democracia, esa de cuya paternidad algunos han intentado apropiarse dándole el apellido de real, ha pasado de asentamientos de ocasión para hablar en su escenario natural, que son las urnas, colgándole al PSOE el cartel de «se traspasa». La barrida popular del domingo tiene mucho de notificación por embargo, de hartazgo hacia una forma de gobernar plagada de despropósitos y carente del más mínimo sentido de la humildad, que lleva años abocándonos a la ruina. La debacle socialista no es un simple aviso de susto o muerte, sino más bien el castigo a las políticas de un Gobierno iluminado y prepotente, convencido de que a los votantes se nos gana fustigándonos con recortes sociales, y lo que es peor, de libertades, cosa impensable en ninguno de sus predecesores.
Los españoles podemos ser muchas cosas, pero no tontos de baba; somos capaces de aguantarlo casi todo y cuando no se nos mienta descaradamente; sabemos ser comprensivos ante los errores, pero no perdonamos el insulto constante de ser ninguneados. El PSOE se enfrenta a un problema serio: ha puesto al partido y al país en manos de un «destroyer», y ahora, roto el hechizo, tiene que pagar la factura de las ocurrencias antisistema de un presidente que se llegó a creer el flautista de Hamelín. Una vez que ha quedado desprovisto de poder, y a punto de enzarzarse en la batalla interna de unas primarias, al partido socialista le espera la penitencia de una larga y penosa travesía por el desierto de la desconfianza colectiva, y lo natural es que le cueste años recuperar el crédito que necesita para saldar las cuentas de tanto despropósito. Nada como un referéndum para poner las cosas en su sitio, y eso es lo que han sido, al fin y al cabo, estas elecciones.
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