Presidencia del Gobierno

Después del 29-S

La Razón
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En la tan compleja vida pública y administrativa en la que sobrevivimos, cada actor social tiene o cree tener su papel. Como Calderón de la Barca, quien definió ya el gran teatro del mundo (ahora, además, global) cada individuo, grupo, sindicato o partido representa un papel y, en la vida real, tras él, podemos advertir también inciertos intereses. La misión imposible del periodista, escritor al fin, sería la de dar un testimonio objetivo, imparcial y neutro del fenómeno. Pero también el observador forma parte del juego. Pasó el 29-S de este feliz año de 2010 y, tras las medidas, que aplicó un converso Zapatero a la fe neoliberal, sin duda obligado, las fuerzas sindicales se creyeron también en la obligación de disparar toda la artillería: nada menos que una huelga general que evoca aires revolucionarios, ecos del siglo, del milenio pasado, tan infelices en sus utopías. Sucedió como era de prever, horas después nos rebajaron la calificación de la deuda, y dos días después, tras la efervescencia y las probables continuidades del malestar explícito, nos encontramos poco más o menos donde estábamos. Seguimos observados atentamente por los mercados, por la UE de primera velocidad, por los EE.UU. y, a la intemperie, con nuestros parados, nuestra debacle en el ámbito de la construcción, con las dificultades naturales de las instituciones financieras, sin poder huir de un laberinto del que no se advierte salida. No creceremos en 2011 lo suficiente para generar empleo. Hemos destruido una generación de profesionales y nuestro futuro parece contemplarse, incluso, por un retrovisor. Habrá que añadir ahora el distanciamiento entre sindicatos y Gobierno, los desacuerdos, y una patronal que debería también renovarse. Y, sin embargo, la solución parece simple. Las fuerzas sociales que dicen representarnos deberían plantearse ya seriamente un pacto de Estado. Y abordar, desde él, las reformas fundamentales, ya sean las económicas, pero también la posibilidad de organizar de forma más ágil las administraciones. Tendrían que ponerse también las pilas los sindicatos, alejados de una sociedad que requiere algo más que la posibilidad tradicional de organizar mítines y manifestaciones, piquetes y acordar servicios mínimos. No parece que las circunstancias sean más favorables tras la huelga, que han calificado como un éxito. Tendrán que volver a dialogar, mal les pese. Los mercados se interrogarán por la fortaleza de un gobierno socialdemócrata necesitado de acometer reformas más propias de conservadores. El pacto de Estado, que ya se propuso desde las más altas instancias, supone generosidad, altura de miras y sacrificios múltiples. No vale sólo ya con arrimar el hombro, como tantas veces se ha reclamado, sino andar al mismo paso, pensando antes en los ciudadanos que en los intereses partidarios o de gremios. Es lo que, desde hace ya mucho tiempo, desea este pueblo, para poder contradecir aquellos proféticos versos del poeta en los que se decía que nuestra historia siempre termina mal. Pero, dadas las circunstancias, no podemos abrigar muchas esperanzas. Resuenan aún en nuestra cabeza aquellos otros versos de Antonio Machado en los que condenaba la mitad de una España capaz de helarle el corazón. Y bien que se lo heló, puesto que sus huesos quedaron en Colliure, testigos de la imposibilidad de reconciliación. Ingenuos, creímos haberlo ya superado. ¿Descubriremos alguna vez el camino?

Pero las fuerzas que se movilizaron en torno al 29-S, ya fueran trabajadores en activo y en huelga o parados, autónomos en quiebra o pequeños empresarios que huyen de sus empresas, jóvenes sin esperanza de empleo o inmigrantes que acabarán abandonando este país, de retorno a sus tierras o una Europa más acogedora manifestaron, con sus protestas, que debe encontrarse ya alguna solución. No bastan los discursos parlamentarios más o menos floridos ni las promesas que acaban no cumpliéndose. Si algo ha demostrado esta huelga, además de la marginación de algunos que manifestaron su rabia con cierta violencia, es que las medidas anticrisis que deben tomarse han de acompañarse de otras que pongan remedio a un descontento generalizado, al desencanto. Porque esta es también la hora de los desaprensivos –que los hay– que hacen sus mejores negocios al amparo de la crisis, contra los que han de soportar siempre lo peor. No conviene, ni podemos regresar a las dos Españas, ni a las autonomías que miran con displicencia lo que sucede al otro lado. Un pacto de Estado, generoso, capaz de rechazar cualquier corrupción, el regreso a la integridad, que nunca hubiera debido de abandonar a nuestra clase política, constituye la única salida del laberinto. Tales medidas sólo pueden darse cuando un país se encuentra al borde del colapso. Pero en este pacto deben participar todas las formaciones sin excepción, incluidos los nacionalistas. Y emplearse a fondo en barrer incluso bajo las alfombras. El Gobierno propone retomar el diálogo con los sindicatos. Es lo menos y suena a muy poco. Porque no importa tanto el número moderado de huelguistas, de activistas, de manifestantes, como el aldabonazo que supone sobre las conciencias de los dirigentes europeos, no sólo españoles el reprimido malestar. El descontento social es como un reguero de pólvora. Tan sólo hace falta prender la mecha y el Estado del Bienestar puede ir a parar a las alcantarillas.