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CRÍTICA DE CINE / «Tokyo blues» el fin de la inocencia

Dirección y guión: Tran Ahn Hung, según la novela de Haruki Murakami. Intérpretes: Rinko Kikuchi, Kenichi Matsuyama y Kiko Mizuhara. Japón, 2010. Duración: 133 minutos. Drama.

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«Pleno verano» se abría con el lento despertar de una chica al ritmo de una canción de la Velvet Underground. Era un homenaje a la languidez del gesto, al moroso ritual de un cuerpo descubriéndose a sí mismo en un movimiento hacia la luz. Hay poca luz en «Tokyo Blues», porque pesan más las sombras del dolor, pero sobrevive esa delectación en el gesto. Una caricia, una mano bruscamente apartada, encuentra su reflejo en el viento sobre la hierba, en la fuerza esotérica de la naturaleza. Como ya demostró en «El olor de la papaya verde» o en la más urbana «Cyclo», Tran Ahn Hung es un cineasta de sensaciones, lo que le convierte en el adaptador ideal de una novela poética que trata sobre el fin de la inocencia y que aspira a ser una experiencia sensual e inmersiva.

La prosa limpia y misteriosa de Haruki Murakami se traduce en la serenidad, violenta y silenciosa, como la que precede a una tormenta, de las imágenes de Hung. La fidelidad al texto no apelmaza el resultado final. Se trata de crear un estado de ánimo, la melancolía perpetua que instala al personaje de Toru en una incómoda incertidumbre, la de no saber a qué razones del corazón debe obedecer. Dos mujeres que encarnan al sol y a la luna de una misma idea del amor. «Tokyo Blues» orbita alrededor de esa idea, como si no pudiera escapar de su fuerza gravitatoria, y por eso la belleza apagada de sus imágenes, su elegancia un tanto afectada, puede resultar ensimismada, casi manierista. Es la morosidad que exige la novela, y a la que Hung se entrega para ilustrar ese limbo en el que la post adolescencia empieza a romperse en mil pedazos para dejar paso a la edad adulta.