Fútbol
Una «Champions» extranjera
Añoranza de la rutina
Cuentan y no paran porque los beneficios de ese Real Madrid-Barça para nuestros organismos serían los mismos que los del aloe vera.
Vivo desde hace tiempo en un bucle. Todos los años, cada pocos meses, en el mismo mes si hay suerte, me lo paso pipa viendo el mismo partido, la misma expectación, los mismos preliminares, el calentamiento, el pique, las dudas que se repiten. Dos equipos que se empaloman (uno más que otro), que se engorilan (uno más que otro) y que protagonizan esa puesta en escena sin la que ya no podemos pasar y que consiste en sacar pecho en las vísperas y enfatizar mucho todo lo que ocurre para pelear por ser el mejor equipo del mundo. O el que mejor juega al fútbol. O el que tiene más dorados, plateados y brilli-brilli en sus vitrinas. O el que alinea a los mejores jugadores. O a los más caros. O a los más depilados de ceja. Un pulso eterno, una discusión sin fin, el clásico que trastoca nuestros planes, los de las bodas de nuestros amigos, los horarios en los restaurantes y hasta el inicio de otros encuentros.
Cuentan que tres planetas paran sus órbitas, que las partículas del acelerador se gripan, que las flores tiritan y que los hombres lobo se convierten todos en registradores de la propiedad. Cuentan y no paran porque los beneficios de ese Real Madrid-Barça para nuestros organismos serían los mismos que los del aloe vera. Pero este año, este, ya lo dijeron los mayas: se os acaba la fiesta. Encierren a sus niños bajo llave, compren alimentos no perecederos, echen el pestillo. Esta final de «Champions League», contra lo que estaba escrito, no la juegan ni Madrid ni Barça. Que pase el año rápido, virgencita, que soy animal de costumbres.
María José Navarro
Resistencia
Si los dos colosos dejasen por un instante su ensimismamiento, se darían cuenta del rechazo que provocan en todo el país.
Lo vi y, no me avergüenza reconocerlo, lo protagonicé. Miércoles de Feria en Sevilla. En la puerta de una caseta en Juan Belmonte, casi en la Calle del Infierno, una cincuentena de personas se arremolina en torno a un iPad para ver la tanda de penaltis de la semifinal del Bayern. Es, como se dice ahora, un público transversal: béticos y sevillistas, pijos y canis, enchaquetados y flamencas, caballistas y vendedores ambulantes… Marca el alemán de apellido imposible. Estalla un bramido ronco no de júbilo, sino de revancha, de profundo resentimiento hacia el poderoso. Antes de dispersarse, el heterogéneo grupo se entrelaza para saltar y cantar al unísono: «A chuparla, eó. A chuparla, eó». La noche anterior, me cuentan, el empate del Chelsea había propiciado escenas parecidas.
Estamos hablando de la ciudad más futbolera de España. Los socios de sus dos equipos de Primera superan el 10 por ciento de la población. Como si entre Real y Atlético sumasen 350.000 abonados. Si los dos colosos dejasen por un instante su ensimismamiento, se darían cuenta del rechazo que provocan en todo el país. Al menos, en las zonas en las que aún resisten clubes con alguna masa social. Siempre se puede achacar esta circunstancia a la tradicional envidia hispánica, pero no estaría de más que reflexionasen sobre la relación de vasallaje que han impuesto al resto de la Liga. Hace una semana, se retrasó un partido hasta la madrugada para que se emitiese un resumen del Barça-Madrid. El hincha que sufre estos desmanes, claro, prefiere al Bayern, al Chelsea o al mismísimo Satanás vestido de futbolista antes que a cualquiera de los opresores.
Lucas Haurie
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