Grupos
Sorbo de ostras
Durante mucho tiempo sufrí porque mi conciencia me reprochaba la mayor parte de las cosas que me producían placer. Si la comida estaba deliciosa, me sentía mal, y también sufría si cualquiera de mis planes para disfrutar de la vida parecía estar bien encaminado. Los obstáculos que no me ponía la Ley, me los plantaba delante Dios, así que me veía en el deber de renunciar a cualquier decisión que pudiese suponerme un indicio de felicidad. Tardé años en dominar aquel angustioso sentimiento de culpa y cuando por fin lo conseguí, me di cuenta de que la felicidad a la que tanto me había resistido, en realidad era una conquista incómoda y momentánea, algo que yo sabía que tarde o temprano se volvería en mi contra, como si la felicidad fuese un delito por el que tuviese que pagar. ¿Cuál era el precio? Me lo dijo de madrugada una fulana en un garito: «El precio de la felicidad social es la envidia. No te perdonan que tengas éxito profesional o que te ame la gente. Y si te evades de la sociedad y te recluyes en este ambiente, cielo, en ese caso el precio de la felicidad son cinco mil pesetas». Yo he pagado los dos precios de los que me habló aquella mujer en su garito y puedo asegurar que sobre todo me siento orgulloso de haber gastado las cinco mil pesetas que me daban derecho a disfrutar de aquella especie de indoloro limbo retribuido, aquel derroche de felicidad profesional. Aquel era el sitio adecuado para lo que yo entendía como felicidad. Tal vez no era decente lo que hacía, puesto que se trataba de un placer sórdido y marginal, pero estaba en el lugar adecuado y nadie me hacía reproches. A fin de cuentas, nadie se sorprende de que huela a mierda en el retrete. Por supuesto, había otros inconvenientes que no eran de índole moral. Me lo advirtió a los pocos días aquella misma fulana: «Aquí sólo ocurren las cosas del cuerpo, mientras que las del alma se quedan en la puerta, cielo. En este ambiente Dios le cede su botiquín de primeros auxilios al dermatólogo. ¿La conciencia? Eso es cosa tuya, cariño, pero yo no le daría demasiada importancia. Cuando lleves tiempo en este ambiente te darás cuenta de que después de pagar las cinco mil pesetas, según cómo hagas las cosas, en el peor de los casos lo único que notarás en tu conciencia será un incómodo pero agradable dolor de cervicales». Ya hace años que no frecuento aquel ambiente, ni estoy seguro de echarlo de menos, pero la verdad es que soy incapaz de sorber una ostra en su concha sin echar de menos aquel excitante y analgésico dolor en el cuello.
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