Centro de Arte Reina Sofía
Sombras y luces
El hombre es un ser de imágenes, un «homo visualis». Rafael Gil Cerracín es pintor y también voluntario en estas jornadas de la JMJ. Ha participado con un trabajo en la exposición de la Fundación Pons y ahora aprovecha las horas libres, el tiempo que llega sin la atadura de los deberes, para visitar museos, descubrir estilos, que no son más que una manifestación del carácter. Como artista, quizá, sospeche que aquellos antepasados de Altamira y de Lascoux ya intuían que su territorio intelectual pertenecía a la vista, a los ojos, aunque no supieran explicar por qué. Se ve que el hombre que fuimos pintó esos ciervos, bisontes y figuraciones por una impresión incierta, dubitativa. Copiaban aquella naturaleza, aún sin desacralizar por las roturaciones de la civilización, porque respiraba trascendencia, que es la semilla de donde proviene el sentimiento religioso, la idea de un más allá. Desde entonces hemos recurrido muchas veces a lo visual para enseñar, para aprender. En la Edad Media, el maestro era la roca esculpida de las iglesias, el retablo velado por el humo de las velas. Rafael Gil Cerracín, que es pintor no porque lo diga él, sino porque le delatan la mirada y las manos, que son los atributos de su vocación, quizá, también sea consciente de la devaluación de la imagen. El artista, el pintor, está en el Thyssen, que ha reunido una selección de obras religiosas en «Encuentros» la cual, ayer, en dos horas, había tenido casi doscientas visitas–. La otra gran obra la acoge el Museo del Prado: «El descendimiento», de Caravaggio, que era un creador desgarrado por la tensión entre su conciencia y su convulsa biografía. En esta sociedad, donde el espectáculo ha sustituido el mensaje y los símbolos han quedado reducidos a una epidermis publicitaria, estas exposiciones parece que rescatan la importancia que una vez tuvo el arte como vehículo de conocimiento, como universo de valores. O así.
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