Nueva York

Inocente después de muerto

El profesor de Columbia James Liebman ha descubierto la ejecución de un inocente en 1989. Su investigación deja al descubierto la indefensión de algunos acusados

Inocente después de muerto
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Carlos DeLuna fue ejecutado el 7 de diciembre de 1989 por matar con un cuchillo a Wanda López en la tienda de una gasolinera de Corpus Christi (Texas) una noche de 1983, a pesar de no haber sido él el autor del crimen.

Su caso pasó desapercibido, pero no para el capellán Carroll Pickett, encargado de atender a los reos en la Casa de la Muerte de Texas antes de que se les aplique la pena capital. Le llamó la atención que se comportase como un niño y no como un frío asesino. DeLuna tenía miedo de que le doliese el pinchazo de la inyección que iba a acabar con su vida. Pickett le leyó un salmo, que Carlos no entendió. El capellán se lo explicó.

Todos estos detalles se recogen en una de las investigaciones más exhaustivas llevadas a cabo sobre una ejecución de un hombre, posiblemente inocente. Realizada por el profesor James Liebman y otros expertos de la Escuela de Derecho de la Universidad de Columbia, se ha publicado en un artículo en el «Human Rights Law Review» (revista de Derechos Humanos de Derecho).

Explica James Liebman sobre su investigación, emprendida en 2004, que «he estudiado la pena de muerte en Estados Unidos y me he dado cuenta de que hay veredictos poco fiables y que en ocasiones han sido condenadas personas inocentes.

Empezamos a buscar casos en los que pudiese haber habido algún error. Fuimos a Texas, que tiene el mayor número de ejecuciones en Estados Unidos y nos encontramos con Carlos DeLuna. En su caso empezamos a examinar el testimonio del testigo principal, a pesar de que pensamos que no nos iba a llevar a ninguna parte.

Pero ocurrió que teníamos un investigador en Corpus Christi, donde tuvo lugar el crimen. Le pedimos que intentase encontrar a Carlos Hernández para ver si en realidad existió. Era la persona que Carlos DeLuna dijo que había cometido el crimen, y que los fiscales dijeron que era un fantasma. Nuestro investigador supo de él después de hablar con la segunda persona a la que entrevistó».

Debido a la coincidencia de los nombres, Liebman decidió titular el trabajo «Los tocayos Carlos: Anatomy of a Wrongful Execution» (anatomía de una ejecución injustificada). En la misma, se pone de manifiesto no sólo que Carlos DeLuna se encontró en el lugar equivocado en el momento erróneo, sino las consecuencias fatales de una cadena de errores y negligencias que terminó con dos personas muertas –la víctima y su supuesto agresor, que era inocente– y el culpable real en la calle.

Liebman recoge que se cometieron demasiados errores: los agentes de Policía llegaron tarde a socorrer a Wanda López, les traicionaron las ganas de cerrar pronto el caso, la falta de experiencia de un abogado de oficio, la carencia de tiempo y meticulosidad de otro letrado (aunque era buen profesional), el miedo de un testigo ocular a no explicar lo que realmente pensaba y el pánico de otros a decir lo que sabían.

Liebman apunta que cuando Carlos DeLuna dijo «yo no lo hice, fue Carlos Hernández el que lo hizo», «el trabajo de sus abogados era proporcionar algún tipo de prueba al jurado de que este hombre existía». Pero no lo hicieron. También era trabajo del departamento de Policía hacer una búsqueda de Carlos Hernández y encontrarle. Creo que el jurado estaba totalmente en las sombras. Y en el sistema legal de Estados Unidos averiguar los hechos no es responsabilidad del juez, sino de los abogados.

En cambio, uno de los fiscales conocía a Carlos Hernández ya que llevó un juicio diferente en el que Carlos era el testigo clave. Se había matado a una mujer joven e hispana y juzgaban a Jessie Garza por lo sucedido. En ese juicio, el abogado de Jessie Garza, un buen letrado llamado Albert Peña, explicó al jurado que el autor del crimen había sido Carlos Hernández.
Le llevó a la sala del tribunal y le interrogó. El jurado absolvió a Jessie Garza y se dirigió al juez: «Creemos que Carlos Hernández cometió el crimen, ¿cuándo se le va arrestar?», recuerda Liebman.

Y ahora, ¿qué?
Esta circunstancia lleva a estas dos preguntas: ¿por qué no se hizo? y ¿por qué tampoco hizo ningún comentario el fiscal que conocía a Carlos Hernández? El profesor Liebman admite que «son preguntas difíciles con dos respuestas: la corta es que cogieron a Carlos DeLuna justo después del asesinato de Wanda López. Parecía sospechoso e inmediatamente, aunque era por la noche, los testigos oculares le identificaron. Y terminaron con el caso. Ésta es una explicación. Querían terminar las cosas rápido y no reconocer que se habían equivocado.

Pero hay un segundo problema en este caso: la víctima llamó a la Policía dos veces. La primera dijo: «Estoy en la tienda y uno de los clientes que acaba de entrar me ha dicho que hay un hombre fuera con un cuchillo. Vengan a ayudarme».

Y la Policía dijo: «No, llámenos si se mete en la tienda». Y la segunda vez que llama les dice: «Ahora está en la tienda». «Y creo que habló con ellos durante un minuto y cuarenta y cinco segundos antes de que la Policía enviase un coche para ayudarla. Tardaron en llegar exactamente menos de un minuto y cuarenta y cinco segundos una vez que se decidieron a ayudarla. Si hubiesen mandado el coche inmediatamente después de que llamase la segunda vez, la habrían salvado».

Este hecho explica por qué los agentes quisieron hacer un arresto rápido y de esta manera dar un vuelco espectacular al caso para que se hablase de que habían hecho un buen trabajo.
Pero la cadena de errores y negligencias continuó. «El primer abogado, Héctor DePeña, nunca había tenido un juicio en un gran caso criminal, y mucho menos un caso con pena capital. Pero aún y así se le asignó», destaca.

Más tarde se dio cuenta de que no tenía la suficiente experiencia para llevar la causa. Por contra, el segundo abogado estaba muy ocupado con otras defensas, razón por la que no pudo hacerse cargo del caso hasta cinco semanas después de que arrancase.

Cuando Carlos DeLuna le dijo a su representante que el autor del crimen era Carlos Hernández, el letrado le pidió a la Policía que lo buscase. «Pero debía haber sido el abogado el que tenía que haber ido a por él. Nadie espera que el otro bando haga tu trabajo por ti», razona Liebman, que reconoce que «lo que más me ha llamado la atención es que nadie se ha parado a decir que este es el típico caso al que tenemos que prestar atención. Sabemos, por ejemplo, del de O.J.

Simpson y otros famosos, pero nada del de DeLuna. Ni siquiera tuvo el peor abogado o muy malos investigadores. He visto mucho peores. Pero terminó de la manera más injusta: un hombre inocente fue ejecutado y un hombre culpable se quedó en la calle», concluye Liebman.

Lo que más preocupa a Liebman son los otros Carlos DeLuna que no sabemos que existen. Y esto lleva a la siguiente pregunta: ¿qué hacemos con la pena de muerte? ¿Cómo se repara la injusticia de haber aplicado la pena de muerte a un inocente?


El precio de morir


Un total de 189 personas se encuentran en el corredor de la muerte, donde llegan a pasar 20 años. Desde 1976, cuando fue restaurada la pena máxima, se han llevado a cabo 1.295 ejecuciones en Estados Unidos. Desde ese año, se han ejecutado a 1.121 personas por inyección letal, método empleado con Carlos DeLuna en 1989; 157 electrocutados; 11, en la cámara de gas; tres, en la horca y tres, fusilados, en Utah y Oklahoma.

En el primer estado, este método no se utiliza a no ser que sea elegido por el reo. En Oklahoma sólo se aplica si la inyección letal o electrocución se considera inconstitucional.

Un nuevo estudio, realizado en California, revela que el coste del castigo capital en dicho estado ha sido de más de 4.000 millones de dólares desde 1978 debido a los gastos del juicio, las apelaciones, las peticiones habeas corpus estatales y federales y los costes del encarcelamiento en el corredor de la muerte. Florida es el segundo estado con más personas en el corredor de la muerte: 402. California es el primero con 723. Cada ejecución cuesta 24 millones de dólares, según un artículo publicado en «Palm Beach Post».