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Hello Charles
Uno se imagina siempre al príncipe de Gales, en sus visitas a España, en una recepción como la del Pardo hablando de las flores del jardín, de los jarrones de la puerta o del perro que se ha cruzado unos metros más allá. Una idea de trivialidad de la existencia donde cabe más la curiosidad por la naturaleza (¿Y ese riachuelo apestoso a dónde va? ¿Acaso es el Manzanares?) que por los altos designios históricos que debe inspirar un encuentro entre monarquías. Aunque en realidad nunca sepamos del todo a qué responden estas visitas, aparte de la cortesía correspondiente entre parientes. ¿Hablarán a caso de la guerra con Libia? Me da a mí que poco. ¿De grandes negocios con el imperio británico? Puede que sí. ¿Acaso de sastres y de cómo lograr el perfecto corte Príncipe de Gales? Seguro que algo más, aunque Carlos no lo lleve. Yo creo que al final estos paseos rituales son en el fondo una cuestión de elegancia.
Claro que aquí nos quedamos en sus visitas veraniegas a Marivent en compañía de Lady Di, que ya no se repiten, porque me da que a Camilla no le gusta mucho el mar. Le tira más subirse a un brioso corcel y galopar a gritos detrás de ese ratoncito narigudo de grandes orejas en el que se convierte el heredero ya sin pudor y a nivel de vox pópuli, que también hay que tener valor para aguantar a diario la doble mirada y por eso debe preferir hablar con el prójimo sobre el medio ambiente más que meterse en otras harinas. Mientras en Buckingham Palace viven su particular «Arriba y abajo» y la despedida de soltero del principito Guillermo parece demasiado sosa para lo que es la familia. ¿Viene Carlos a vendernos porcelanas, chocolatinas y jerseys de cashemire, o a que le vendamos panderetas y algún que otro peine? Por lo menos les da ocasión a las princesas españolas a tomar el té como Dios manda, que antes eso vestía mucho. Mientras Charles, con su mirada taciturna y edad provecta, sigue teniendo que inclinar las orejas al escuchar el «Dios salve a la Reina».
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