Los Ángeles
Easton Ellis nostalgia de los años salvajes
El «enfant terrible» de las letras norteamericanas retoma la trama de su primera novela en «Suites imperiales», su nuevo libro
Veinticinco años después de «Menos que cero» (1985), la novela que consagró a Bret Easton Ellis, aparece su secuela, «Suites imperiales» (Mondadori). Libro que retoma, al modo de Dumas, las peripecias de los personajes que en ella vivieron sus primeras aventuras vitales.
Este «bildunsgroman» o novela de formación fue en la que mejor se vio reflejada la «Generación X», que Douglas Coupland definió, en 1991, como jóvenes materialistas, apáticos y conformistas, que consumían alcohol, drogas, y vídeo-clips en la MTV y se ensimismaban en los videojuegos. El «brat pack» literario estaba formado también por Jay McInerney y Tama Janovitz, que no sobrevivieron al éxito.
Volver a los años 80 y a los personajes abúlicos que deambulan por Los Ángeles como zombis millonarios, bebiendo, drogándose y manteniendo relaciones ambiguas y experiencias de una violencia sexual enfermiza es la única opción novelística que debía quedarle a Bret Easton Ellis tras las malas críticas de sus últimos libros: «Los confidentes» (1994), «Glamourama» (1998) y «Lunar Park» (2005). Esta última la concluyó como terapia personal tras la muerte de su amante, el escultor Michael Kaplan, confesando en «The New York Times» que su reticencia a salir del armario se debía a su falta de empatía con el estilo de vida gay.
Sadismo a la americana
Atrás queda «American Psycho» (1991) y el escándalo que lo catapultó a la fama por su prosa artificiosa y monocorde, trufada de escenas de descuartizamientos de gays, mujeres y vagabundos, de una violencia «gore» que hizo protestar a los puritanos grupos feministas y lésbicos que lo amenazaron de muerte. Ellis agregó al «yuppy» psicópata a los «thrillers» de asesinos en serie y la moda de los «snuff movies», convirtiéndose en un autor de culto por su hedonismo sádico, misoginia y un moralismo sui géneris de las víctimas de la moda y el consumo conspicuo.
«Suites imperiales», como secuela de «Menos que cero», contradice el título de su futura biografía: «Adonde fui no volvería». Los adolescentes, en vacua búsqueda de sí mismos, han dado paso a «yuppies» de la industria del cine, y Clay es ahora un guionista de cine, inmerso en una convencional trama de misterio y violencia gratuita, quizá sólo imaginada. Ellis vuelve a expresarse en primera persona y en presente de indicativo, con el mismo recurso de las construcciones paratáxicas, que ha configurado el rasgo de estilo literario del autor: una prolija retahíla de sustantivos engarzados sin predicar nada de ellos. Lo cual refuerza la idea de una narración en un eterno presente, sin sustancia ni historia; al modo de los videoclips en los que las imágenes se suceden sin orden ni jerarquía y adquieren sentido por pura conexión.
Un fragmento de «Menos que cero», su mejor novela, puede servir de ejemplo: «Pronto se nos terminó el champán y abrí el armario de las bebidas. Blair se puso muy morena y yo también, y hacia el final de la semana lo único que hacíamos era ver la televisión, aunque la recepción no era demasiado buena, y beber bourbon, y Blair hacía dibujos circulares con las conchas en el suelo del cuarto de estar».
Prosa prolija hasta el hartazgo
Todo sucede en el momento de la narración, y pierde importancia el entorno y se desdibujan los personajes ante la prominencia de la voz del narrador, que funciona como un monólogo exterior. Es un mundo enumerativo, de marcas y sensaciones inmediatas, sin sustancia ni moralidad. Donde los personajes se cosifican y adquieren la significación de la nada inmediata, con una prosa prolija hasta el hartazgo.
Bret Easton Ellis inicia «Suites imperiales» con una justificación retórica, la vuelta al narrador de «Menos que cero», recurriendo a la diatriba unamuniana de Augusto Pérez en «Niebla», pues Clay, el narrador de «Menos que cero», no era más que un impostor, un amigo suyo que lo utilizó para contar sus aventuras juveniles. Ahora es el verdadero Clay quien se encarga de narrar su continuación: «... el éxito del primer libro flotó dentro de mi campo visual durante un tiempo incómodamente largo. Esto se debía en parte a mi deseo de ser escritor, y al hecho de que deseé haber escrito esa primera novela después de leerla; era mi vida, y el autor me la había robado».
El tópico efecto pirandelliano pronto desaparece, pues nada cambia en el estilo y estructura de la novela. Ellis siempre ha utilizado alguna forma de intertextualidad, de tráfico de personajes de novela en novela. Aquí opera una suerte de mestizaje, al convertir al personaje-narrador en síntesis de todos los anteriores, como quien cierra un círculo infernal que ha acabado por dominarlo; aunque sigue utilizando la provocación y el escándalo, sin conseguir llamar la atención porque las mayores atrocidades y provocaciones se consumen hoy en el «prime time» televisivo.
Lo profundo, en la superficie
Hay que destacar en Easton Ellis su capacidad para repetirse de forma circular, sin salirse de su propio mundo y parodiarse en una secuela tras otra, como un buen publicista de sí mismo que sabe que los «remake» tienen medio camino recorrido antes de publicarse. Además de un genio del marketing, se le reconoce por tener mundo propio, estilemas y constantes literarias, pues nadie como él amontona obsesivamente estas características de «auteur». En todas sus novelas, el narrador se caracteriza por su carencia de emotividad y desdén por la sentimentalidad y ausencia de empatía con lo narrado, como quien enumera de forma aburrida la lista de características superficiales que definen a sus personajes, incluso cuando bucea en la introspección psicológica, una retahíla de lugares comunes de un mundo sin pasión, siguiendo la máxima de Warhol de que lo más profundo es la superficie. Aunque Ellis se reconoce como un moralista porque satiriza al héroe posmoderno.
Más allá del influjo de Hemingway y Salinger, su mundo estaría más próximo al a la novela existencial francesa de consumo como «Bonjour, tristesse» (1954) de Françoise Sagan, con toques de Nouveau Roman, pues como Cecile, afectada por el aburrimiento vital, sus protagonistas hiperbólicos responden a la definición que dio Jacques Lacan del héroe moderno como aquél «que ilustra hazañas irrisorias en una continua situación de extravío».
Un ser humano sin emociones
Patrick Bateman se graduó en Harvard. Tiene 27 años, vive en un enorme piso de Manhattan y cumple cada día una intensa rutina de abdominales. Después de una ducha, la camisa blanca y el traje de marca, se engomina el pelo para ir al despacho, donde no debe cumplir ninguna agenda. Tiene una novia y una amante pero nada le satisface. Sus costumbres favoritas son la violencia, el sexo salvaje y descuartizar cuerpos de mujeres. «Tengo todas las características de un ser humano: carne, sangre, piel, pelo. Pero ninguna emoción clara e identificable, excepto la avaricia y la aversión. Está ocurriendo algo horrible dentro de mí y no sé por qué», dice Christina Bale (en la foto, caracterizado) en la versión de «American psycho» llevada al cine.
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