Presentación
Soy un toro
Ni el topo de Marx, ni el camello de Nietzsche ni la lechuza de Hegel (:primero vivir, después filosofar); ni siquiera uno de los 17 perros «pomeranian» que tiene Paris Hilton. Anoche soñé que yo era un toro. ¡Un toro! Resulta que me levantaba por la mañana y me sentía rara. «¿No te habrás convertido en un mamífero artiodáctilo en el transcurso de la noche, verdad…?», me preguntaba astuta y taimadamente mi pequeña familia disfuncional, mientras me acariciaban hipócritamente el pelaje, sin quitarle ojo a mi cornamenta. Me miré al espejo y, efectivamente, algo había pasado. Hacía un par de meses que tenía previsto ir a hacerme la depilación definitiva del entrecejo, pero al verme reflejada de cuerpo entero, supe que el tratamiento me iba a salir por un pico. Tenía toda la pinta de un morlaco de raza castellana, grandote, bonito y nervioso, duro de pelar. Un bóvido salvaje, mandón, negro bragao, igualito que el toro de Osborne o que ése de la bandera de España que hace tiempo viene sustituyendo, cada vez con más frecuencia, al escudo.«Mira», pensé yo, «a partir de ahora no va a haber quién me tosa ni en las reuniones de la comunidad. Pues como siga con esta pinta, en las próximas elecciones no voto. Aunque a lo mejor me presento...». Me dediqué a pasear mi estampa por el barrio, acompañado de mis demonios personales, que por fin no se atrevían a acercarse mucho a mí. La gente me decía «¡ole, ole!». Yo estaba encantado. Y por fin entendía a Jesulín de Ubrique cuando hablaba por la tele. «¡Un toro! No me habría sorprendido nada verte convertida cualquier día en una vaca, de hecho tenía muchas ganas de que tal cosa ocurriera, pero… ¡esto!, esto no me lo esperaba de un día para otro, es un golpe muy bajo. No sé cómo puedes ser tan españolista y tan facha», me espetó un conocido, que me detesta con tanta pasión que parece que me ama. Yo estuve encantador y le respondí al tipo, entre resoplidos, mientras escarbaba con las patas delanteras los distintos estratos procedentes de restos de actividades humanas que conforman los yacimientos arqueológicos que son las aceras del centro de Madrid: «Tranquilo, amigo. No, a ver. Si yo apoyo tu compromiso de odiar a la mitad de España, pero es que creo que te mejoraría el cutis si bajaras la intensidad de tu emoción y te relajaras un poco». El tío me miró con antipatía y rencor; se dio la vuelta y siguió andando –sin despedirse de mí, ni darme unas verónicas con su pancarta, ni nada de nada–. Me puse un poco triste porque, aunque bravos, a los toros siempre alguien termina por partirnos el corazón. Normalmente, un torero. En mi caso, aquel tío cansino que había vendido lo poco que le quedaba de alma para comprarse un tupé que se llevó el viento cuando giró en la esquina. «Pues anda y que te den…», pensé. Y me fui en busca de algunas terneritas…
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