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Diez años ya

La Razón
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«Quid sum miser tunc dicturus… cum vix justus sit securus?». Había llegado de madrugada y la habitación del hotel no estaba aún libre. En un bar se tomó un horrible café, que ardía en el vaso de plástico blanco, junto a los camioneros que acopiaban fuerzas para los repartos. Prometía un bello amanecer y decidió hacer tiempo, en lo más alto del mundo, junto a una luna desvaneciente. Entró como un oficinista desvelado y subió hasta el infinito. Contempló el nacimiento del sol y la muerte de la luna. Vio el despertar de una ciudad. La gente apresurada, posiblemente dormida, pero con los móviles ya pegados a las orejas, los mendigos preparando sus aceras, los barcos desperezando la bahía… Su amado Empire, orgulloso clavándose en el cielo y, casi al alcance de su mano, la hermana gemela, desafiante y soberbia. En sus oídos sonaba uno de sus Bach favoritos: «Ich freue mich auf meinen Tod» y sintió que nunca había amado tanto la vida.

Oídos que tiemblan
Se acabó aquella música de muerte y esperanza y le saltó en el mp3 una de Holst mucho más brusca: «Marte, el portero de la guerra», con sus acordes obsesivos. Y vio una saeta surcando el cielo, como lanzada por el gigante Empire, ballesta en mano. Se frotó los ojos y recordó a Verne, a Forsyth, a Clancy y, en los segundos más largos de su vida comprendió que la realidad puede ser más imaginativa que la propia imaginación. Temblaron sus oídos y sus pies. Vio a la gente correr, primero de ida y luego de vuelta. Los vio aplastarse, romper cristales. Vio desesperarse a la desesperación y la sintió clamar: «Dies irae, dies illa solvet saeclum in favilla». Y comprendió más que nunca la grandeza de Mozart y Verdi. Ellos sí presintieron, sí imaginaron.
Escuchó las trompetas fundirse, los chelos astillarse. Sintió arder sus entrañas. «Confutatis maledictis, flammis acribus addictis». Y decidió que, por fin, podía hacer realidad su gran sueño. Ceremoniosamente se fue despojando de sus ropas una a una. Las amontonó, dejó sobre ellas el «Ich habe genug», extendió los brazos y voló como un pájaro. «Lux aeterna luceat eis».