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Escayola marrón

La Razón
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Siempre supe que mis mejores textos eran la única consecuencia aprovechable de mi tristeza y que si luchase por ser feliz correría el riesgo de echar a perder mi visión de la realidad y mi manera de escribir. Una de aquellas amargas mañanas del 93 en las que me refugiaba en el sanatorio psiquiátrico de Conxo, el doctor Ignacio Tortajada me comentó que mis problemas mentales eran al mismo tiempo un motivo de preocupación y una suerte. Dijo que podría darme una medicación que ayudase a reducir mis altibajos emocionales, pero no me ocultó que cabía la posibilidad de que un estado emocional más sereno pudiese ser el principio del fin de mi carrera de escritor. A veces faltaba a las consultas programadas, pero el doctor Tortajada seguía mi estado por la lectura de mis textos y sabía con un mínimo margen de error si llevaba tres días sin cambiar los calzoncillos y casi incluso podía acertar el nombre y las señas de la mujer con la que me había acostado. Con motivo de la depresión que me fue diagnosticada hace seis años y que silenció durante once meses mi pluma, el psiquiatra Emilio González fue absolutamente sincero al darme su visión del asunto: «Puedo darte un tratamiento que reduzca tu tendencia al caos y convertirte casi en un esposo ejemplar y en un buen padre de familia. Como lector me pregunto sin embargo si sería justo enmendarte la letra. Por lo que sé de ti, amigo mío, creo que la felicidad podría ser tu desgracia». El dilema estaba planteado y no dudé en tomar la decisión, de modo que le dije que renunciaba a mejorar mi salud mental y que aunque para dejar a salvo su ética profesional aceptaría su receta, podía asegurarle que sólo sería metódico para no tomar la medicación. La verdad es que mi salud mental es ahora tan mala como lo fue en aquellos años tan terribles. A veces no estoy inspirado para escribir mi columna y me asusta pensar que vayan a desaparecer de mi vida los motivos por los que he sido casi siempre un hombre felizmente desgraciado. Supongo que si he hecho una carrera profesional aceptable se debe sobre todo a que me ocurre como al caballo del hipódromo, que si corre desaforadamente y da cierta sensación de vigor, no es porque intente llegar el primero a la meta, sino porque trata de sacudirse las moscas que muerden sus ancas. Sé que en cualquier momento podría cometer un disparate y volarme la tapa de los sesos con una lacónica frase del nueve largo. Pero, ¡que demonios!, también sé que el peso de la pistola jodería sin remedio mi letra. En realidad me dolería que sólo se me recordase por la escayola marrón de mis calzoncillos de loco.