Reforma constitucional
Cuestión de límites
Una nueva corriente en el constitucionalismo moderno en contraposición al constitucionalismo continental clásico, entiende que la aplicación e interpretación de la Constitución es una necesidad histórica que ha de adaptarse a cada momento, y no cabe duda de que como principio es admisible, siempre que tal interpretación no vuelva a convertir las normas primarias en meramente programáticas, perdiendo su poder normativo. Se entiende que la comprensión de un tiempo nuevo supone la necesidad de que el Derecho comprenda que se encuentra en un proceso de permanente dialógico con sujetos reales, y no en meras abstracciones de sujetos trascendentales; ahora bien, dos puntualizaciones, lo puntual no puede acabar con la seguridad jurídica, y los sujetos reales no sólo son los acólitos. La imaginación del guardián de la Constitución tiene límites que dimanan de la propia norma primaria, al margen de las urgencias del aquí y el ahora. Actualización y adaptación no pueden confundirse con mera coyuntura, y mucho menos cuando ésta la marcan intereses políticos guiados por el mero mantenimiento en el poder, y no la satisfacción del interés general, los cuales a veces, más de las que deseamos, están muy distantes, y no hace falta ir demasiado lejos. Con este proceder, se lanza un mensaje excesivamente peligroso al ejercicio diario de la jurisdicción ordinaria, real baluarte de los derechos fundamentales y de la igualdad. Cada día es más difícil vivir en un país en el que al final todo vale, en el que las referencias y los principios no tienen ningún valor, y en el que los límites desaparecen. En un sistema democrático basado en el principio de división de poderes, sabemos que el ideal es imposible, y que está sometido a tensiones constantes, donde la única garantía es el sometimiento a la Ley. Pero un sistema que permite el abuso permanente de instrumentos democráticos para convertir la voluntad política coyuntural en algo de superior valor a los principios comúnmente admitidos, es un sistema democrático que empieza a dar signos de flaqueza, y deja de servir al interés de sus ciudadanos, para convertirse en un mero instrumento formal de la voluntad de los que coyunturalmente tienen el poder de las instituciones democráticas que les ha sido conferido. Este tipo de actuaciones llega de languidecer tanto la democracia, que a veces cuesta reconocerla. Traspasar los límites constantemente, abusar del poder que concede la mayoría, supone la crónica de una muerte anunciada del espíritu que hizo surgir la necesidad de los sistemas democráticos. Las instituciones permanecen, las personas pasan, pero la conciencia hoy por hoy sigue siendo un atributo de las personas y no de las instituciones, de tal modo que tal conciencia sólo la pueden aportar sus integrantes, y una institución sin conciencia es una institución que sirve muy mal a los ciudadanos. Los órganos que representan poderes democráticos deben estar impregnados de conciencias que impidan poner la institución al servicio de intereses ajenos a su función, sobre todo cuando son partidistas. Decisiones y actuaciones formalmente democráticas, y formalmente adoptadas, cuando se apartan tanto de una recta conciencia, generan una gran deslegitimación intrínseca, que raya en la injusticia y en la ignominia, y aunque esto puede ocurrir y de hecho ocurre, se debe tratar de evitar. Cuando la rectitud en la aplicación de las normas, en la actuación de los custodios de la ley y el orden –sí también el orden–, desaparece y cede ante lo puntual y ante el interés partidista, ya no nos queda nada, sobre todo a aquellos que respetamos las instituciones, hagan lo que hagan. Quizá sea ésta la explicación: es fácil ser injusto con el manso y no con el rebelde. Pero no se debe olvidar que nadie nace manso o rebelde, se comporta como tal, y hace de una de estas notas su referente vital, pero todo puede cambiar, y no es bueno. La Constitución y las leyes no son dictados sometidos a la disposición puntual, no deben convertirse en asertos con una permanente semántica abierta, que haga que nunca podamos confiar en la seguridad, ni en la jurídica ni la otra. Esto es lo que debemos reclamar y reclamarnos, y aunque no cabe duda de que en todo quehacer humano, incluido el de la política y responsabilidad pública, siempre existen aspiraciones personales alejadas de la virtud, prefiero a los que como Cicerón, no reclaman a sus conciudadanos condecoraciones como recompensa a su trabajo, sino que el recuerdo de su gesta les convierta en inmortales «entre todas las recompensas a la virtud… las más magnífica es la gloria… la única que logra conseguir que los ausentes estemos presentes, y aunque muertos sigamos vivos». Las personas que pasan a la historia no por lo que han hecho, no por lo que han contribuido a mejorar la sociedad, sino por los listos que son, o por lo que son en general, normalmente son personajes prescindibles, puesto que su capital se lo llevan con la muerte.
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