Historia
El carnaval indecente
José Luis de Vilallonga me distinguía con un afecto que nunca creí merecer. No éramos amigos, pero me pidió que le presentara dos libros, y su conversación era siempre estimulante. Simpatizaba con el PSOE, le votaba, pero tampoco disimulaba su título nobiliario, con grandeza de España, ni dejaba de vivir como un rico, aunque no lo fuera. Me he acordado de él y de Nicolás Sartorius, comunista de primerísima hora, hijo de los Condes de San Luis, y un valiente activista que pagó con seis años de encierro en las cárceles de Franco su ideología y su militancia. ¿Por qué estas dos personas tan respetables no pueden compararse al secretario general de UGT en Madrid? Porque nunca disimularon, porque jamás mintieron, porque no se les ocurrió ponerse un disfraz.
No es inmoral que un sindicalista cobre de un consejo de administración más de 180.000 euros anuales. Ni lo es defender la escuela pública y llevar a los hijos a un colegio privado, ni es ninguna contradicción pertenecer a la nobleza y defender ideas de izquierdas. El problema de este sindicalista es que, nada más abandonar el consejo de administración de una entidad bancaria, se ponía el traje de Robespierre y, como si quisiera hacer, no sólo de Robespierre, sino de Dantón, empleaba ese tono tabernario y soez de revolución barata, como si los compañeros sindicalistas fueran unos brutos incapaces de comprender un lenguaje civilizado, semejante al que se usa, por ejemplo, en los consejos de administración de los bancos. La contradicción no está en el origen social, ni en la manera de vivir, ni en los gustos, ni en el dinero que se cobra: la discordancia estriba en esa actuación carnavalesca, en esa insistencia en la grosería, en esa demagogia de los tiempos manchesterianos, cuando, desde luego, ningún sindicalista se sentó en el consejo de administración de una entidad financiera.
A mí me parece que los ministros cobran poco dinero. Pero cuando veo a uno de ellos que, en definición de Joaquín Leguina, comenzó en las juventudes del partido, no terminó la carrera universitaria, no hubo de presentarse a una entrevista de trabajo, porque siempre tuvo un puesto en el partido, y le contemplo con la cartera ministerial en la mano, me siento tan desmoralizado como la inmensa mayoría de la sociedad.
Y, cuando veo a un sindicalista, que no tiene conocimientos económicos, ni experiencia bancaria alguna, sentado en el consejo de una entidad a la que, seguramente, vamos a tener que ayudar con el dinero de los contribuyentes, me siento estafado, porque ya hay demasiadas personas en este país que no luchan por la ideología, sino que la ideología les ha procurado un empleo de por vida, mientras decenas de miles de nuestros jóvenes, que se han sacrificado y han estudiado para culminar sus estudios, son la actual y auténtica «famélica legión» que tiene que emigrar de su país. Y me asquea tanta demagogia desilustrada, tanto abuso encubierto, tanto voceras impúdico, tanto y tan costoso Carnaval indecente.
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