Vigo

El hombre que no veía amanecer por Martín Prieto

La Razón
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«Cuando leí un artículo tuyo sobre tus conversaciones con Felipe González ya no tuve duda de que era la X de los GAL». Estábamos sentados en la cocina de mi casa y puse cara de alelado porque yo sabía lo que era cierto, pero no me pedía el cuerpo acabar de testigo de cargo contra Felipe, que fuera mi amigo personal desde los tiempos de su oposición política. A veces nos reuníamos en mi domicilio, esposas incluidas, el buen juez Javier Gómez de Liaño; el también magistrado de la Audiencia Nacional Ventura Pérez Mariño, ex diputado socialista, ex alcalde de Vigo y verdugo judicial de Mario Conde en el «caso Banesto», y Garzón, ya juez estrella pero sin saber nunca de dónde venía y tampoco a dónde quería marchar. Garzón tiene algunas características desconcertantes e irritantes: prácticamente imposible de ubicar intelectualmente, una evidente vanidad, que o no puede o no pretende disimular y que llega a una pose que registre la corrección de sus facciones, un cinismo que pretende hacer pasar por independencia de criterio y un soterrado afán por el dinero.

Cuando le conocí, venía de haberse entregado a Felipe González como una especie de juez anticorrupción siguiendo los pasos del asesinado juez italiano Falcone, al que entonces deseaba emular. Apareció en la sociedad española como una estrella de los Reyes Magos labrándose un crédito persiguiendo dos lacras como el narcotráfico gallego y ETA. Nada de discreción en los despachos de la Audiencia, sino metodología judicial estilo Holly- wood: helicópteros nocturnos con proyectores, avisos a la Prensa para tenerla presente y un cuidadoso manejo de la televisión. Con el tiempo me di cuenta de que había descubierto el negocio moral de los Derechos Humanos, pero entonces su afán era levantarse sobre una peana contra la corrupción de la droga, el terrorismo y el socialismo.

Pactó con los socialistas, fue número dos en la lista por Madrid y cuando Felipe le dio el pase negro, creyéndole desactivado y haciéndole atropellar políticamente por Belloch («Éste es mi momento. Tienes si quieres una Secretaria de Estado Anticorrupción»), entonces abrió la X de los GAL y entendió que lo suyo serían los Derechos Humanos. Mientras tanto, enredó como siempre en la Audiencia y rompiendo sus vacaciones regresaba para hacerse cargo de la liberación de Ortega Lara u organizaba argucias para quitar a sus compañeros los casos que podían tener mayor repercusión. Nunca entró por el garaje de la Audiencia, a lo que le obligaba la seguridad, sino por la puerta principal para ser recogido por las televisiones. Luchaba contra la obesidad: «No sabes lo que te engorda una imagen de televisión», me decía.
Según su biógrafa Pilar Urbano en su libro «El Hombre que veía amanecer», Garzón no duerme. Quienes han trabajado con él saben que arma los sumarios a base de actas policiales y recorta mucho y pega trozos de folios con otros. Desde luego la aparición en Londres de Pinochet para una operación menor le pilló durmiendo. Fueron exiliados chilenos quienes organizaron el armazón de la causa contra el dictador. Garzón se limitó a publicitarse con el trabajo que le habían hecho otros. Pinochet le sirvió de pista de despegue para aterrizar sobre violaciones de Derechos Humanos en Suramérica, especialmente en Colombia y Argentina, y se convirtió en un Superman internacional de los Derechos del Hombre sin haber aportado al respecto nada más que su imagen. Habiendo sido amigo suyo no quiero ofenderle en este trance, pero se ha convertido en un profesional de los Derechos Humanos y del más blando de los buenismos. Era imposible que siguiera siendo juez. No le deseo lo mejor porque me consta que va a ganar muchísimo dinero en Suramérica. El infierno le será leve.