Nairobi

Horario de trenes

La Razón
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Mi tendencia al desarraigo y mi resistencia al compromiso es algo que me viene de lejos. De niño mi madre me subía en Compostela al tren que me llevaría hasta Vilagarcía de Arousa, camino de mi destino estival al lado de tía Pepita en Cambados. Era un viaje de hora y media en un tren que hacía constantes paradas para cambiar de pasaje o esperando en la estación al cruce de otro tren. No había ninguna posibilidad real de seguir viaje, pero yo siempre imaginaba que la mía era una huida sin documentos ni comida, una ruptura con mi vida anterior, y que sólo me detendría donde quiera que en las traviesas medrase la hierba o en el lugar misterioso y remoto en el que al tren se le acabase el humo. Pensaba que algunas estaciones más allá el clima sería distinto, habría banderas nuevas ondeando como ropa en los andenes y que en una parada a campo abierto el maquinista echaría el freno haciendo relinchar los raíles y se subiría al vagón con su séquito de negros uno de aquellos cazadores norteamericanos o ingleses que llevaban en sus pertrechos una taza de porcelana para el café, papel para escribirle a nadie y una pequeña pala con la que cavar su sepultura al presentir la muerte en el sudor sebáceo de la malaria. Después el tren se detenía sin remedio en Vilagarcía, me apeaba entre el vapor hablado de las bielas y miraba con admiración cosmopolita el ir y venir de monjas y marineros a los que yo suponía destinados con entusiasmo en aquel mundo africano a hora y media de Compostela, ellos, matando el tiempo mientras su destructor hacía víveres en Mombasa, y las monjas, ansiosas de adoctrinar a los lugareños y al mismo tiempo temerosas de ser vejadas por una turba de negros que les masticasen el nombre de Dios en sus bocas y por culpa del inesperado y doloroso placer les hiciesen dudar de sus profundas convicciones morales. Un autobús me llevaba luego hasta Cambados, a donde llegaba bien metida la tarde, casi en la comisura miope del anochecer, en un ambiente de silencio medicinal y luz de membrillo que a mí me parecía el dispensario de Cruz Roja a la afueras de Nairobi. Entonces tía Pepita se hacía cargo de mi equipaje, repasaba mi peinado con sus rumiantes manos de comadrona y yo me quedaba ensimismado mientras en el aceite de una sartén se fruncía un huevo. Nunca llegué tan lejos que al tren se le acabase el humo, es cierto, pero cada vez que mi vida me angustia y me aburren las banderas, creo que tendría que llamar a mi psiquiatra para que in extremis me recete un horario de trenes.