Actualidad
El listón del Rey
El gesto de Don Juan Carlos debe servir para volver a dignificar el servicio público
En nuestro país se ha hablado mucho de corrupción en los últimos años. Tanto, que a veces parece que la democracia española es un régimen sospechoso. Tal vez la impresión se explique por el excesivo intervencionismo gubernamental. Eso no justifica, sin embargo, que sobre la democracia española se viertan críticas injustas.
El desarrollo del asunto que afecta a Iñaki Urdangarín viene a mostrar la necesidad de ser prudentes en este aspecto. Ni la Casa Real ni el Rey han utilizado la influencia que poseen para parar el asunto. Al revés. Don Juan Carlos ha aclarado que ninguna institución, ni siquiera la más prestigiosa, salva a nadie de la Justicia.
El Rey ha puesto así el listón muy alto en cuanto al respeto al trabajo de los jueces. Ni la ley, ni la independencia de los jueces, ni la división de poderes son formalidades en una democracia liberal. Son la esencia misma de nuestro sistema de libertades. Defenderlas puede requerir decisiones personales muy difíciles, como las que habrán tenido que tomar el Rey y la Familia Real, enfrentados además al oprobio con que condenamos, muchas veces con ligereza, a quien se ve imputado por la Justicia. Después de esto, ni José Blanco puede refugiarse tras su escaño ni Garzón tras su condición de magistrado, por poner sólo dos ejemplos del partido de los enterradores de Montesquieu.
Al subrayar la cuestión de la ejemplaridad de quienes ocupan cargos de responsabilidad pública, el Rey ha mostrado también su don de la oportunidad. En un momento de ajuste, los cargos públicos han de comprender que no podrán pedir sacrificios si no empiezan el ajuste por ellos mismos. El Rey ha dado el pistoletazo de salida de una nueva política, que llevará a aplicar en la esfera pública lo que los españoles llevan haciendo fuera del ámbito político desde el año 2008. Y cuando salgamos de la crisis, los cargos públicos no podrán ya volver a derrochar el dinero de todos, lo que otra célebre socialista llamó el «dinero de nadie».
El gesto del Rey también debería servir para volver a dignificar el servicio público, que no puede limitarse a intentar conseguir más y más dinero para fines innecesarios, cuando no perjudiciales. La llamada a la ejemplaridad de los cargos públicos debe ser una invitación a la austeridad. El esfuerzo de dignificación debería ser imitado por todos los empleados públicos: cada «Moscoso», cada día por asuntos propios, por no hablar de otras situaciones que todos conocemos, van a cargo del esfuerzo de los demás.
El Rey se ha colocado, como le corresponde, en el papel más difícil: el del primer servidor público, sin resquicio alguno para zafarse de su responsabilidad. Esta responsabilidad es máxima porque el Rey encarna una institución que está por encima de las opciones políticas. Además, en el caso español, el Monarca encarna también una comunidad política especial, una nación de naturaleza plural y diversa. La persona del Rey, en España, tiene que responder a expectativas muy diferentes, todas legítimas siempre que estén, claro está, dentro de la Constitución.
Sin la ejemplaridad en el ejercicio del cargo, es imposible cumplir esta tarea tan delicada. En cambio, si hace suya esa ejemplaridad, nuestra Monarquía nos plantea un reto de los que valen la pena y que demuestra su plena actualidad. Si la Corona simboliza y encarna lo que nos une a todos, el Rey no puede limitarse a cumplir con un mínimo moral. Al contrario, debe aproximarse en todo lo posible a un máximo de exigencia personal. Eso es lo que hace grande a un Rey y a su país, y lo que dignifica la vida pública.
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