Tokio

«Nosotras no nos vamos»

Las misioneras españolas católicas, una religión minoritaria, no van a dejar el país, pese al miedo de los extranjeros.

En la imagen, la hermana Magdalena, misionera española, que vive cerca de Tokio.
En la imagen, la hermana Magdalena, misionera española, que vive cerca de Tokio.larazon

¿Lo oyes? Está siendo un terremoto. Vaya, parece de los fuertes». La hermana Magdalena se despega el teléfono y deja oír el ruido de un terremoto: suena a movimiento desordenado, un caos que asusta... a quien no está ahí. «No pasa nada. Estamos muy tranquilas», dice Magdalena, misionera de Cristo Jesús, que junto a otras monjas españolas está viviendo en Hatsuishi, al lado de Tokio, la catástrofe de Japón. Sin embargo, son las noticias que les llegan desde aquí las que más les alarman.

Dentro del país, todo se vive con normalidad. «Aquí sufrimos el terremoto (el más fuerte experimentado por mí en los más de 30 años de misionera en Japón) y sufrimos algunas de sus consecuencias… pero son poca cosa si lo comparamos con lo que vemos en TV. Verdaderamente no sé qué decir», explica la hermana Celia en la página Ecclesia digital.

Los países ponen aviones a disposición de los extranjeros, para que vuelvan a su casa y se olviden del peligro. Hay que salvar el pellejo. Las monjas se quedan por solidaridad, porque creen que pueden ayudar, porque «estamos en manos de Dios y hay que hacer lo que disponga. Claro que vamos a poner los medios, pero nadie piensa en salir de aquí. Mira, ni siquiera lo hemos hablado entre nosotros», dicen.

El cristianismo es una religión marginal en Japón, el refugio para inmigrantes suramericanos y muy pocos, escasos, japonés. Apenas un uno por ciento de la población. Hay unas 8.000 monjas japonesas, en una población de más de 120 millones de habitantes. Puede parecer poco; pero para los cristianos no es una mala cifra. «La vida religiosa por aquí no tiene poder desde abajo –escribe la hermana Celia–, como todos, con todos, va aprendiendo y enseñando, dando y recibiendo… compartiendo».

Los japoneses son budistas o sintoístas, unas creencias más flexibles, con apenas presencia en la rutina de las personas. «Al principio de año se unen junto a los altares de su religión, juntan las manos y ya está», cuenta el jesuita José María de Vera, ahora en Salamanca, que vivió en Japón.

El jesuita Francisco Javier
Siguió los pasos del hombre que introdujo la religión católica: el jesuita Francisco Javier, que viajó a la India y allí, un japonés, le convenció para pasar a Japón. Lo logró con éxito, después de un viaje fatigoso, pero su éxito fue minoritario. «En esa época, en el siglo XVI, el objetivo primordial –cuenta José María de Vera– era bautizar. Echar agua en la cabeza de los niños era lo único que importaba, sin más». Francisco Javier intentó profundizar en una cultura y un idioma incomprensible.

Tuvo algo de éxito, pero durante los siguientes siglos los cristianos fueron perseguidos y Japón se encerró en sí mismo. Sólo a finales del siglo XIX los jesuitas, con el resto de los misioneros volvieron al país, convencidos de que eran peculiares, unos extraños en unas religiones ajenas. El padre Arrupe, que vivió la bomba de Hiroshima, lo conoció bien.

Ahora son respetados y tienen su importancia en la cultura japonesa. La tercera universidad privada del país, la Universidad de Sofía, es de los jesuitas, con más de 12.000 estudiantes, casi ninguno católico. «Nosotros somos de tradición humanista, somos abiertos allí donde vamos», dice José María de Vera. Ése ha sido su secreto del éxito en una comunidad en la que lo más fácil era pasar inadvertidos.

Detrás de los jesuitas han ido llegando otros misioneros, ya con la única intención de ayudar, sin esperar un reconocimiento o una conversión multitudinaria de la población. Ni siquiera una conversión pequeña. Su papel es otro, como hacen las Misioneras de Cristo Jesús: tienen escuelas a las que van hijos de inmigrantes o también les ayudan si van a la cárcel «o hacer papeles, porque no pueden hacerse entender en el idioma del país». La hermana Magdalena dice que lo habla más o menos bien, porque es imposible hablarlo a la perfección.

Ha pasado más de cuarenta años desde que llegó a Japón como misionera. Le daba igual dónde ir y cuando le mandaron allí lo tomó con la naturalidad de quien considera que todo está en manos de Dios y que poco más se puede hacer. «Todo te sorprende al llegar, es un mundo muy distinto, pero sabíamos que había que adaptarse y, en cuanto pude, me hablé en japonés y escribía en la pizarra los signos de su idioma: si no me lanzo desde el primer día, no me lanzo nunca».

Aunque es la primera vez que se enfrentan a una catástrofe, han sabido adaptarse. Cerca de Tokio, hay más miedo que otra cosa y el problema es el abastecimiento. Un día son ayudadas por los vecinos, otro día son ellas las que hacen la compra al resto. «Somos vecinos de la gente, sin más privilegio que esa luz de esperanza que la fe pone en nuestro corazón», dice la hermana Celia.