Historia

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El arte de sumar

La Razón
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Sumar voluntades o afectos resulta imprescindible para cualquier empresa. Por ejemplo, en el ámbito de la política internacional estamos observando ciertas reticencias a la hora de resolver el problema libio. Las fuerzas aliadas (que nada tienen que ver, pese a su denominación, con las que combatieron en la II Guerra) no consiguieron añadir a las naciones que emprendieron las acciones bélicas, el afecto de la Liga Árabe, ni siquiera lograron disipar las reticencias rusas. Es muy probable que la defensa de la población, en la resolución de la ONU, sea un objetivo tan escurridizo como los avances y retrocesos de los insurgentes, aprendices de soldado y sin medios, ni armamento adecuado. Estamos viendo, además, que poco más puede hacerse desde el aire lanzando carísimos misiles sobre las supuestas bases del coronel Gadafi, quien, tras tantos años de gobierno, debe de tener también sus simpatizantes. He aquí, pues, un ejemplo de que la suma ha sido difícil y su resultado, imprevisible. Todo llevaba trazas de resolverse en pocos días, pero el factor tiempo nunca se detiene ni para esta suerte de violencia, ni para quien ha dejado de pagar la hipoteca de su vivienda devaluada y el banco está a punto de ponerlo de patitas en la calle y reclamarle, además, la deuda pendiente hasta cubrir la totalidad del precio tasado. Éste es un problema que trae de cabeza a los ya ex propietarios y a las entidades que, nos aseguraron, eran las más sólidas del mundo. Ahora, toca cajas. Pero así están las cosas, intentando calibrar la intensidad del rayito de luz que atraviesa el agujero del pozo. Tampoco aquí se logró sumar dinero o las voluntades oportunas. Todo parecía que iba sobre ruedas en la lucha contra ETA. Y, en verdad, el acuerdo que llevó a Patxi López a convertirse en lendakari con el apoyo del PP, restó voluntades no a los etarras, que mantienen una tregua inestable, sin decidirse de una vez en lanzar la toalla al ring, sino la de simpatizantes o independentistas que de todo hay en aquellas viñas. Se demostró, pues, con hechos fiables que la suma de las dos grandes formaciones, pese a la oposición razonable del PNV, resultaba favorable. Pero yo no sé si se vio en Pérez Rubalcaba un enemigo a batir de cara a las próximas elecciones generales o alguna mano amiga desató las iras del PP, pese a que todos sabían que cualquier negociación con ETA, como las anteriores, lleva siempre en su seno bombas de relojería y hedor de alcantarilla. Los británicos resolvieron en su momento la violencia del Ulster tragando sapos y culebras, pero lograron sumar. En la vida pública y hasta en la privada siempre es preferible a restar. Deberíamos saberlo bien en este país que acabó en el pasado siglo no sólo restando, sino dividiendo. Y así nos fue en una guerra incivil que duró tres años y causó tanta sangre, dolor y exilio, de los que cuesta aún recuperarse. En aquella circunstancia (sería preferible olvidarlo) unos se sumaron al eje nazi-fascista y los otros, a la extinta URSS, con las democracias que, cual Pilatos, se lavaron las manos y acabaron cayendo en el mismo foso del que tanto nos costaría salir. Produce una inmensa tristeza nuestra capacidad de restar, de ir cada uno a su mal aire, de no descubrir los pilares donde asentar esta sociedad que tiende a lo inestable, a la multiplicación de naciones, como aquellos panes y peces evangélicos, aunque sin milagro a la vista. Los jóvenes de entre treinta y cuarenta años, a los que ya se califica en los medios de generación perdida –la mejor preparada, según decían– van a restar fuerza y vitalidad, cuando este país entre en vías de recuperación, que será lenta y difícil según se nos anuncia desde el poder y la oposición.

No sumamos, seguimos restando. Queda escaso entusiasmo en los tiempos que nos toca vivir, aunque el sentido común nos lleve a admitir que regresar a la senda de la recuperación y la disminución del paro, no será un lecho de rosas. Parece como si la solvencia de lo español hubiera crecido de momento, a la feliz espera de los turistas que han de volver a ser, como en tiempos pasados, nuestra tabla de salvación. Importaremos –no deja de sorprendernos– un millón de rusos, pero británicos, alemanes y franceses ocuparán también las playas veraniegas dentro de poco, disminuirá el paro en los servicios y nuestra balanza se equilibrará algo. Pero el peligro, el malvado dragón (siempre resta uno al acecho), es ahora la inflación y, por su culpa, el incremento de tipos de interés que han de convertirnos en más pobres si cabe. Nuestra clase política se entretiene en lavar platos sucios de hace años en lugar de descender hasta la vida cotidiana, bajar al día a día de los hospitales, los colegios y universidades, la escasez de medios de tantos jubilados, los problemas de pequeñas empresas que se ven obligadas a cerrar sin esperanza de créditos, de autónomos que han dejado de serlo, de tantos establecimientos que cierran por, dícese, traspaso. El comercio de barrio se está yendo a pique o a las manos de paquistaníes y chinos, porque éstos sí saben sumar y cuentan con afectos y una fraternidad que, entre nosotros, se halla en trance de desaparición. Nuestros intelectuales se han entregado al comercio pseudoliterario. No esperemos sino autoayuda y lograr sumar, si lo estiman oportuno.