Historia

Galicia

Los cachorros de la muerte

La Razón
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Escribo con cierta prisa porque se me ha echado el tiempo encima y salgo de un momento a otro en coche hacia la costa de Lugo. Es una zona que frecuento muy poco porque me queda a desmano. Siento por esa costa una atracción casi sin raíces, incluso a pesar de que durante muchos años fui reacio a visitarla porque por alguna extraña fidelidad geográfica y sentimental, al hacerlo me sentía traidor a los alicientes emocionales que siempre encontré en las Rias Baixas. En la distancia relativamente corta que separa ambas zonas de Galicia todo cambia de una manera sensible. El norte de Lugo es más frío y hay que abrigarse en las playas, la gente es más calmosa e incluso la lengua gallega es allí distinta. El paisaje se conserva razonablemente virgen, la luz eléctrica tiene a veces menos potencia y en la prensa provincial aún ocurren cosas sin importancia que la gente lee sin prisa en bares de aldea en los que uno puede encontrar precios de hace mucho tiempo y moscas que en vez de propagar enfermedades, enredan en el humo del cigarrillo y transmiten serenidad. Hay en la costa lucense numerosas casas de indianos, que a veces tienen el inefable encanto de ese abandono de años que convierte en superflua y hermosa literatura el avance lento y tenaz de la hiedra. Si uno remonta el río Landro hasta O Val de Naseiro, se dará cuenta de que sus aguas corren tan limpias que hay que meter la mano en ellas para tener la certeza de que es suyo el enjuagado ruido de gárgara que arrastran. Aunque por más que lo intenté no tuve la suerte de verlas, dicen los lugareños que en el Landero todavía hay nutrias. Yo he visto la frondosa y variada vegetación de las márgenes los frutales en apariencia sin dueño, los perros callados y líricos que husmean el río y lo vigilan como si fuese una presa a punto de despertar. Recuerdo en Landrove un bar de aspecto algo abandonado, con la barra tan alta, y tan incómoda, que siempre supuse que era un local pensando para gente que deseaba dejar la bebida. Nunca entendí muy bien que su propietaria pudiese vivir de aquel negocio. Pero vivía, ya lo creo que vivía. Tenía gallinas y cerdos en la parte de atrás. Y verduras siempre recién brotadas y unos árboles frutales en los que por cada pieza que caía al suelo nacían cinco en las ramas. Aquella tierra es la demostración de lo fértil y sustanciosa que en algún tiempo fue la pobreza. Hace ya unos cuantos años, una anciana me dijo que si alguna noche escuchaba gemidos que parecían venir del cementerio, no sería porque alguien llorase en ese instante la ausencia de un ser querido, sino, lisa y llanamente, porque en el acomodo viejo de algún sepulcro habría parido cachorros la muerte.