Calzado

El chándal

La Razón
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Me ha interesado, y mucho, el brillante trabajo de Aitana Ferrer, publicado ayer en estas páginas, acerca del «chandalismo ilustrado». Me considero un viejo analista de la moda del chándal desde mis juveniles «Tratados de las Buenas Maneras», que todavía hoy algunos se los toman en serio. El chándal, como todo lo cómodo, es feo. Pero en efecto, ha ascendido escalones en el aprecio social. Tantos, que no me extrañaría nada que en un futuro no excesivamente lejano, hasta en las invitaciones de la Casa Real se especifique en su espacio inferior. «Señores: chándal de noche con condecoraciones». Es decir, un chándal negro o gris marengo, como está mandado. Eso sí; siempre «señores» y jamás «caballeros», porque los caballeros para considerarse como tales precisan de un caballo, y no está la vida para mantener tan abultada cabaña equina. Lo escribí recientemente. El amable camarero que se acerca a la mesa y pregunta con deferente cordialidad: «Caballero, ¿qué desea tomar?». Esta solicitud siempre me provoca una respuesta: «Para mí, una ginebra con hielo, para mi escudero, una cerveza muy fría, y para mi caballo, un cubo de agua fresca».

El chándal es como el caballero, una horterada mayúscula. Multitud de mujeres adineradas que habitan en las más exclusivas urbanizaciones acuden a comprar los domingos el periódico y el tabaco con abrigos de pieles, chándal y altos tacones. El chándal se tolera, desde octubre hasta abril, para hacer «jogging», lo que antes se llamaba «footing» y siempre ha consistido en correr. Este anglicismo tiene su origen en el pudor imperante en nuestra sociedad en el segundo tramo del siglo XX. Situación comprometida y revelación chocante. Así que el cincuentón marido aparece en el salón con un chándal carmesí, y su mujer se interesa por sus planes: «¿Qué vas a hacer, mi amor?»; y el marido, ya concentrado en las zancadas, le responde: «Me voy a correr, mi vida». Respuesta que nadie me lo negará, alcanza altas cotas de interpretación polisémica, y de ahí lo del «jogging», que todo el mundo sabe en qué consiste, tontería aparte.

Creo que la humanidad cumple con sus derechos cuando busca la comodidad. La comodidad es plenamente constitucional. Pero le conviene saber que lo cómodo no siempre es respetable desde la estética. Un encumbrado dirigente político sorprendido en las inmediaciones de la Sierra de Guadarrama en mañana dominguera ataviado con un chándal color mandarina pierde inmediatamente todo el derecho al respeto de la ciudadanía. Está cómodo, pero también atroz. El chándal elimina las distancias y quiebra la natural jerarquía. Apunta Salvador Sostres, con gran agudeza, que el comunismo derrumbado se ha camuflado, para proseguir con su obsesión totalitaria, en el feminismo y el ecologismo. De acuerdo. Pero también en el chándal. Como en las zapatillas deportivas, cuya finalidad no es otra que ayudar a la práctica de un deporte, no a encontrar el placer que procura lo cómodo. Un chándal, además, es causa de recelo de cercanía, porque su función no es otra que la de sudar, aunque sea de Hermès. Urge crear la «Asociación de Enemigos del Chándal», que al paso que llevamos, hasta Su Santidad el Papa del futuro va a salir al balcón de su residencia en la Plaza de San Pedro a rezar el «Angelus» con un chándal blanco. Y eso sí que no.