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Pólvora del Rey por J A Gundín
Si del discurso navideño del Rey nos fijamos sólo en la colleja a Urdangarín haremos como el discípulo zote que cuando el maestro señala la luna él se queda mirando el dedo. Lo que Don Juan Carlos ha señalado es la luna llena de la corrupción, cuyo resplandor transforma a respetables señorías en voraces depredadores de fondos públicos, en hombres-lobo que merodean ayuntamientos, gobiernos autónomos y ministerios atraídos por el olor de la despensa, donde nunca falta un chorizo. Si el yerno del Monarca se lanzó, abierto y confiado, a una frenética cacería armado con una simple tarjeta de visita fue porque eso es lo habitual e incluso, manejado con cierta discreción, motivo de admiración entre la manada. Quienes actúan así creen que no transgreden la Ley, sino que se adelantan por la mano a otros con menos méritos o merecimientos. Nada fuerzan ni violentan, sólo aceitan y seducen; adulan, fascinan y practican la filantropía como una de las bellas artes. Por eso la peor de las corrupciones es la de esos gestores que disparan con pólvora del Rey, manejan frívolamente los bienes públicos y gastan con una total falta de respeto al sentido común y al contribuyente. Mientras la fiscalización del gasto no sea más rigurosa y comporte mayores responsabilidades penales será difícil poner coto a la cacería. La mayoría de los gobernantes es honrada y cabal, pero a veces nada puede contra los que aplican el reglamento para no cumplir la Ley. Resulta revelador que para cobrar una multa de tráfico se despliegue un ejército de hábiles funcionarios con avanzada tecnología, pero para controlar el destino del dinero recaudado parece que se asigna a los más torpes. Como en «La leyenda de la ciudad sin nombre», en España para hacerse rico no hace falta robar las pepitas de oro, basta con recoger el polvo que día tras día se cuela por las rendijas del sistema.
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