Barcelona

La campana

La Razón
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Está de moda «zumbar de lo lindo» a los funcionarios. Si algo va mal, la culpa es de los trabajadores públicos. Algunos parece que quisieran aplicarles aquella ley franquista «de vagos y maleantes». Si bien es cierto que habría que realizar una profunda transformación de la función pública para hacerla más racional, hoy quiero romper una lanza a favor de esos maltratados funcionarios. Un caluroso día de este mes de agosto me dispuse a poner en orden mis papeles con el Ministerio del Interior. Me dirigí a las oficinas de Tráfico en Barcelona sitas en el edificio conocido popularmente por «La Campana». Me las prometía felices. Esperaba que reinara la soledad por ser pleno verano, 9.40 de la mañana. La sorpresa, mayúscula. La cola daba la vuelta a la manzana bajo un calor de justicia y una humedad asfixiante. Con la moral por los suelos me dispuse a hacer un «sudoku» con la esperanza de ver pasar el tiempo con rapidez.
Nueva sorpresa. La cola progresaba con celeridad. Subí a la segunda planta y pagué una tasa. A pesar del gentío hice la gestión en apenas 10 minutos. Bajé a la segunda planta a ultimar un segundo papel. Lo cumplimenté en otros 10 minutos escasos. No había pasado ni media hora y salía con todos los asuntos en regla. La organización funcionaba como un reloj y los funcionarios que me atendieron lo hicieron con profesionalidad. Pero, sobre todo, con amabilidad. Les recuerdo que para ellos también es agosto. Algunos cuando sacan por su boca sapos y culebras deberían pensar que tras la etiqueta de funcionarios hay personas. También buenos profesionales. Los de «La Campana» no son una excepción.