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La gárgola

La Razón
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No podría jurar que algo semejante sea cierto sin ninguna duda, pero yo creo que las mujeres que se relacionan con hombres complicados, intranquilos, a veces incluso peligrosos, lo hacen atraídas por la posibilidad de corregirlos y con la esperanza inconfesada de no conseguirlo. En más de veinte años como reportero de sucesos he conocido muchas relaciones de ese tipo y me atrevo a asegurar que las razones por las que una mujer desconfía de un hombre turbulento, incluso las razones por las que le teme, suelen ser por las general las mismas por las que se siente arrastrada hacia él. Por eso desconfío de que muchas prostitutas se sientan intimidadas por su chulo, como sostienen los moralistas, y más bien entiendo que la suya con el macarra es una relación de intereses mutuos, una interdependencia alucinante, nociva, incluso cruel, pero morbosamente equilibrada. Se trata sin duda de una relación hiriente, dolorosa, pero, ¿quién podría asegurar que el del dolor no es el incontestable y escabroso motivo por el que algunas mujeres se procuran la proximidad de un hombre peligroso? Al margen de que esa delirante relación sea uno de los ganchos más celebrados del cine negro, también en ciertos momentos de la vida real abundan las relaciones sentimentales en las que una mujer se aferra al hombre en cuya compañía sabe que destruirá sin remedio su vida. Recuerdo la advertencia que una fulana me hizo de madrugada en el garito en el que traté de disuadirle de la disolvente compañía de un auténtico canalla: «Agradezco tus consejos, cielo, pero, ¿sabes?, me aferro a ese hombre porque es el único que me puede proteger de alguien como él». Por si la cosa no me quedase clara, se extendió: «Mi madre murió de asco al final de una larga vida llena de dignidad, aburrimiento y privaciones. Tanta decencia le impidió salir de la miseria y murió en una casa en la que no había una sola ventana en la que los cristales no tuviesen barba de tres días. Yo me juré a mi misma llevar una vida distinta. Por eso me uní a ese tipo del que me aconsejas apartarme. No lo haré. No digo que no tengas razón, pero no lo haré. Porque si le doy de lado a ese tipo, ¿quién diablos me protegerá de los riesgos de la decencia?». El de aquella mujer era un caso extremo, pero sé de otras que los domingos salen de misa persuadidas de que incluso Dios está tentado de pasarse de vez en cuando por la taberna que regente frente a la iglesia el tipo del que se dice que incluso ha sido amante de la gárgola del atrio.