Valencia

Después del 23-F

La Razón
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Han pasado ya las celebraciones del 23-F y las memorias de tantos y me considero en libertad para contar lo que me pasó en esa fatídica fecha. Yo no me dediqué a quemar documentos como Carme Chacón (¡con nueve años!) ni tampoco como Garzón di cobijo en mi juzgado a los vecinos (¡como una plaza de toros debía ser el despacho!) ni mucho menos resistí como Bono escondiéndome bajo las bancadas del Congreso. El 23-F salí a pasear con una novia de Manresa que había venido a visitarme. En la avenida de San Diego, nos encontramos con dos viejecitos que comentaban cómo la Guardia Civil había entrado en el Congreso e inmediatamente regresamos a casa de mis padres. La televisión resistía ferozmente mediante la emisión de un programa infantil. Tan camufladamente actuaban contra las metralletas que mi padre desechó que hubiera un golpe y hubo que esperar a sintonizar la radio para que la música militar nos indicara que algo grave estaba pasando. Como mi padre no era sindicalista ni estaba afiliado a un partido se empeñó en desenterrar un fusil y unos cartuchos y lanzarse a la calle alegando que no pensaba vivir de nuevo bajo una dictadura. Mi hermano y yo lo contuvimos, pero entonces pasó a insistir en que yo tenía que marcharme al Ecuador. Tenía razones. Yo era objetor de conciencia, me había librado de ir a la cárcel simplemente porque Franco había muerto en noviembre de 1975 y mi madre tenía una prima que vivía en el país hispanoamericano. Yo le dije que, de momento, era mejor esperar y señalé que, seguramente, el Rey pararía el golpe. Como mi padre era entonces juancarlista, se sosegó un poco y mi novia aprovechó para llamar a su padre que en Manresa estaba que no vivía. Intentando tranquilizar al padre de mi novia, recuerdo que el mío le espetó: «Tranquilo, Joan, tranquilo». Luego nos enteramos de que era lo mismo que el Rey le había dicho a Pujol y hemos estado décadas tomando el pelo a mi padre por la frase. Pero, de momento, mientras hacían la cena en casa (¡pronto nos iba a dejar mi madre sin cenar!), yo me dediqué a escribir una carta a personas allegadas para indicarles que por no haber llevado su estrategia legal debidamente como aquello acabara en guerra nos podían fusilar a los objetores en uno y otro bando. Luego nos pusimos a cenar y, puesto que mi novia se quedó a dormir en mi cama, yo tuve que hacerlo en la alfombra del salón. Como un bendito, con la íntima convicción de que no llegaría la sangre al río aunque los tanques anduvieran por las calles de Valencia (si sólo han salido en Valencia, esto fracasa, decía yo). Me despertaron de madrugada para escuchar al Rey. Me pareció demasiado escueto, pero resultaba obvio que el globo estaba pinchado. Seguí durmiendo hasta que por la mañana un matrimonio catalán, con gesto desencajado de terror, vino a recoger a mi novia. Habían viajado a Madrid para ver Evita y no supieron apreciar un espectáculo más interesante a pesar de que era gratis. ¡Para que luego digan de los catalanes! No me marché al Ecuador, claro. Aquel verano rompí con mi novia de Manresa y hasta la fecha seguimos sin saber dónde tenía mi padre enterrado el fusil.