Literatura

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Un códice por compasión por Pedro Alberto Cruz Sánchez

La Razón
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En esta España actual, falta de historias «interesantes» que trasciendadn el burdo y agónico mundo de la economía, la historia del electricista Manuel Fernández y sus sistemáticos hurtos de la Catedral de Santiago de Compostela ha supuesto algo así como una bocanada de aire fresco. ¡Al fin alguien distinto! –aunque sea para mal. Se ha escrito mucho, durante los últimos días, sobre este personaje raro a más no poder, de misa diaria y café puntual, de apariencia pía y bien valorado entre los suyos. Su cotidianedidad estaba vertebrada por "rituales de perfil bajo", que no solían llamar la atención si no era por su carácter rutinario y familiar. Lo que nadie esperaba es que, entre el catálogo de rituales diarios que ejecutaba este señor con disciplina espartana, se encontrara el desvalijo sistemático y «en pequeñas partes» del inventario de bienes inmuebles de la catedral compostelana. Un objeto por día. En una sistemática increíble no tanto por la envergadura y duración en el tiempo de la empresa cuanto por el hecho de que semejante suma de desapariciones no fuera advertida de forma rotunda por los responsables de cuidar el rico patrimonio de esta institución. Sea como fuere, lo que más me llama la atención de esta interesante personalidad es su parentesco –falta por determinar si próximo o lejano- con aquellas simpáticas y adorables viejecitas, protagonistas de uno de los clásicos de la comedia hollywoodiense: Arsénico por compasión, de Frank Capra. Como se recordará, estas entrañables ancianas, respetadas en tanto que seres humanos ejemplares, por el policia y el reverendo de su barrio, tenían un «pequeño defecto»: envenenaban a todo aquél que se acercaba por su casa y que tuviera el lamentable «defecto» de encontrarse solo en la vida. Lo hacían por piedad, no por maldad, para que aquel sujeto sufriente se librara de pasar los últimos años de su vida hundido en la melancolía. Para ellas, estos crímenes eran uno de esos pequeños rituales que daban sentido a su día a día, y en el que no encontraban ningún elemento punible. Su intención era ayudar, aunque para su sobrino –interpretado por el genial Cary Grant- aquello se estuviera convirtiendo en una mala costumbre. Falta por determinar las razones últimas que animaron a nuestro «simpático electricista» a convertirse en el ladrón más entrañable de la historia reciente de España; pero seguro que habrá algún elemento altruista que le aliviaba de tener mala conciencia.