Vacaciones
Averno Arena por María José Navarro
Mis queridas niñas: hoy vengo a hablar de un tema candente, de absoluta actualidad y que constituye uno de los riesgos más peligrosos que toman las mujeres sin caer en la cuenta de que es una trampa asquerosa que puede acabar con muchas reputaciones, con algunas relaciones asentadas y con bastantes posibilidades masculinas que se han ido forjando en invierno.
Estamos hablando de la playa, nenas. La playa, de aspecto indefenso y divertido, es un lugar infecto del que hay que huir. Y si no se puede huir, por lo menos hay que ir sola o con la única compañía de nuestra madre, la perra, y de alguna buena amiga ciega que tengáis.
La playa es ese sitio donde todos los defectos son visibles a simple vista y con tendencia a acentuarse al máximo, a multiplicarse o a provocar algunos nuevos que hasta ese momento no conocíamos. La playa es una lupa, hijas mías, una Minipimer de autoestimas, una tocapelotas, hablando en plata. Es mentira que la playa sea relajante, para empezar. En la playa hay que estar en primer tiempo de revista, hay que abrirle dos agujeros al periódico para sacar los ojos, hay que estar alerta o, de lo contrario, soltaremos barriga. Barriga en singular, pero ya sabéis las chicas maduritas que puede ser plural, abundante, e incluso, de cinco pisos.
En la playa, un pelo que te haya dejado la Epilady será un tronco del Brasil. Una mínima brizna en una pierna tomará el brío de una vara de pastor. Ojo con la ceja. Que tú en tu casa te has mirado la ceja con un espejo de aumento y ahí no hay cabeza incipiente que valga, que allá que has ido con la pinza. Pues en la playa se ve, y se ve mucho. También se ven los que nacen en el dedo gordo y también en el empeine, felices todos ellos, debajo de las Ugg. Pero lo más asesino que perpetra el trasluz es el foco que te enciende en el bigote. El bigote y la barbilla, donde anidan culebras hormonales que desatan pelos como alcayatas.
Hay que huir de la playa, queridas, hay que huir, o por lo menos, tapar. Hay que tapar esos ojos con gafas de tonadillera, esa cara con un buen sombrero de ala ancha, y ese abdomen con una maravilla que me he comprado que se llama tankini, y que consiste en un culotte generoso, a tono con la dimensión de los cuartos traseros, y en una camisetilla de lycra que hace de suje cuando estás sola y que puedes desplegar cuando viene gente. Una persiana, una lona, un recato a mano para tapar aquel desastre que te dejaron al cortar el cordón umbilical y todo lo que te ganaste alrededor a base de cañas y cortezas de bolsa. Qué asco de verano, por favor. A ver si llega enero, leches.
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