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La vulgaridad por Francisco Nieva

La Razón
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Hay una muchedumbre de seres que se esfuerzan en no ser vulgares. Mas parece que no se tiene mucho en cuenta lo difícil que es no ser vulgar. Porque, en general, todos somos vulgares. Vivir ya es una dichosa vulgaridad.

Yo he conocido a personas intelectualmente muy valiosas y complejas – nada vulgares– comprometidas con la sociedad, torturadas por sus responsabilidades, que desearían retirarse y llevar una vida vulgar. Así, pues, debemos admitir que «lo vulgar» tiene un gran valor y tiene un halo de vitalidad y de paz cotidiana que nos la hace deseable por demás. La santísima vulgaridad.

Pero no se piense que esta reflexión vaya muy en serio y yo me proponga dar un latazo filosófico sobre un tema tan variopinto. Precisamente porque es variopinto lo quiero subjetivizar buscando la identificación con otras gentes vulgares en parecida situación a la mía. Pues yo tuve una adolescencia de niño gordo, que es una tortura y una humillación. Y entonces, mi sueño dorado era ser un joven vulgar, vulgarmente «alto y delgado» y con posibilidad de «ligar» vulgarmente con alguna chica maravillosamente vulgar.

Luego, he llegado a ser un artista, para apartarme de la vulgaridad. He llegado a ser académico y he recibido premios importantes, precisamente por no ser vulgar. Pero en el fondo, no lo he conseguido, ni mucho menos. Que lo digan cuantos conviven conmigo. Si yo no fuera de lo más vulgar, no me gustarían tanto los churros con chocolate, los mejillones con cerveza y tantas cosas más, que revelarían una vulgaridad bien deprimente y me confirman que nada tengo de excepcional. Solo soy un buen señor, respetuosamente vulgar y vulgarmente condecorado.

Pero aquí viene lo… metafísico: Yo, como tantos, me he esforzado en no ser vulgar, no contentarme con tener una buena educación vulgar. El gran novelista Flaubert le dijo a su protegido, el no menos singular Guy de Maupassant: «Si no eres original, haz todos los esfuerzos posibles por serlo. Si no, bien pudieras dejar de escribir».

Como escritor suficientemente ambicioso, yo he tenido siempre muy presente esta frase tan lapidaria, porque revela una verdad del arte y de la cultura. Estamos obligados a ser originales y nada vulgares por necesidad, o no existiría evolución alguna.

Pero volvamos a lo más vulgar, que es la preocupación que a tantos nos anima de no ser vulgares, y de conseguirlo, nos puede costar un trabajo terrible llegar a ese ápice. La madre Teresa de Calcuta no es una monjita vulgar. Ni un vulgar científico Albert Einstein, pero ni siquiera el «bello Brummel», modelo de dandis en la puritana y formulista Inglaterra. Porque ser elegante y original ya es el colmo. Ser elegante ya es un tanto vulgar, pero ser elegante, excéntrico, singular y que no te corran por la calle, salvándote de no hacer el ridículo, revela una inteligencia soberana, un agudo instinto social y una capacidad de seducir, como un mago, que solo causa admiración y complejos múltiples: «No se puede imitar, sin hacer ese ridículo que él pudo evitar milagrosamente».

Yo me pregunto: «¿Cómo se puede ser elegante todo el tiempo, hasta durmiendo?». Aunque parezca mentira, algunos hay que han nacido elegantes, por dichosa fatalidad. Nadie les ha enseñado a serlo, han nacido con esa facultad y en cualquier estrato social. Nunca son vulgares, aun llevando una vida vulgar. No es que se hagan famosos por eso, porque es muy privativo y discreto. La fama nos puede volver muy vulgares. El mundo de la fama está lleno de vulgaridad exhibicionista. Lo maravilloso de esa elegancia continua es esa privacidad cotidiana en la elegancia, vistiendo, andando, hablando, comiendo, riendo, llorando y hasta sonándose la nariz. Es una elegancia interna y externa, como la de un hermoso «tigre real».

Convengamos en que hay especies bellísimas en su perfección natural. En la especie humana también aparecen variantes de una gran calidad. Tan bello y elegante es un tigre durmiendo como Marilyn Monroe. Sin modelos no hay imitadores. Es necesario que esas personas estupendas existan en realidad para que tanta gente las quiera imitar, y dejar así de ser vulgares o parecerlo. Bueno, pues ello es tan difícil como ser un cristiano irreprochable. Yo hubiera querido ver dormir a San Juan de la Cruz, para emocionarme con su elegante santidad. Pero también hubiera querido ver dormir a Goethe y a Leopardi. Porque esas gentes existieron y existen todavía, difuminadas por la vulgaridad.