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Vanidad con chófer por José Luis Alvite
Soy pesimista sobre que sea sincero el deseo de muchos políticos respecto de la adopción de normas legales para velar por la transparencia en el ejercicio de la función pública. La clase política se ha habituado a una discrecionalidad económica que ha hecho siempre tan atractivo el desempeño de la representación política. Cada vez que un político dice que acepta las responsabilidades del cargo, somos muchos los que entendemos que lo que recibe con especial agrado son las prerrogativas que eso lleva implícito, o sea, las ventajas del libre arbitrio, la tarjeta de presentación, los seis teléfonos sobre la mesa, la secretaria, los fondos de libre disposición y el chofer, es decir, la vanidad patológica del poder. Habría que ver cuántos políticos seguirían en sus cargos si se les redujesen drásticamente sus prebendas y si sus esposas no pudiesen ir a la peluquería sentadas en el coche oficial. Para nadie es un secreto la abundancia de políticos que no ejercen sus funciones motivados por el desprendido gesto de servir con entrega y humildad a la ciudadanía, sino arrebatados por el afán casi enfermizo de notoriedad, y en muchos casos, porque no ignoran que el poder político les permite convertir la justicia en un favor. Sienten un placer indescriptible al manejar discrecionalmente los fondos públicos, una sensación inenarrable de capacidad de resolución, de manera que el administrador perciba su poder como un derroche de magnanimidad en vez de como un ejercicio de responsabilidad. A lo mejor es que una parte de nuestra clase política todavía cree que donde el pueblo llano percibe el peso del poder no es en las decisiones eficaces de sus gobernantes, sino en el lastre insoportable de sus facturas.
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