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La Razón
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Anteayer, miércoles, comenzó a disolverse el atasco automovilístico de cien kilómetros que se inició el 14 de agosto en la autopista que une la ciudad de Pekín con el Tíbet. Once días se han tirado los chinos en la carretera echando mano de su proverbial paciencia. Era inevitable, al oír esta noticia, acordarse del maravilloso relato de Julio Cortázar –«La autopista del Sur»– en el que un atasco bastante más modestito que el pekinés en una de las autopistas que conducen a París producía todo tipo de lazos sentimentales desde unos coches a otros: amistades, complicidades y hasta idilios, aunque me temo que el atasco chino ha producido más lipotimias, infartos y deshidrataciones que amoríos. Uno se pregunta cómo es posible algo así y la explicación que se le ocurre es la capacidad de aguante. Algo así es posible en una sociedad que no reacciona y no vive como intolerable esa situación; en un país en el que al «opio del pueblo» –como llamó Marx a la religión– le sucedió el opio del comunismo, que era tanto o más opio que el otro. La capacidad de aguante, sí. Hay ya un tipo generalizado de político cuyo éxito no reside en solucionar problemas, sino en gestionar las tragaderas del personal para soportarlos. La razón por la que ha sido posible el atasco pekinés es la misma por la cual es posible la España de los cinco millones de parados, el atasco laboral de nuestra crisis, sin que nadie rechiste de veras y con unos sindicatos que hacen la huelga por compromiso. ¿Quién teme a los chinos? Los chinos somos nosotros.