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Contra el hambre y la pobreza

La Razón
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No creo que nadie en el planeta se manifieste o se muestre partidario del hambre y la pobreza. No hay Estado que se vanaglorie o defienda la existencia de tales plagas. No hay ideologías, religiones o partidos políticos que las reclamen. En ningún programa electoral se considera la oportunidad de que sobreviva, en el mundo actual, que se vanagloria del desarrollo, uno de los jinetes que figuran en el Apocalipsis. Y, sin embargo, en una parte del mundo, incluso cerca de nosotros, también en el mundo desarrollado, podemos descubrir esta tremenda degradación. Las sociedades civilizadas –o así las consideramos– las toleran sin vergüenza. Se reúnen los líderes mundiales y no parece que, en conjunto, se tomen muy en serio su erradicación. No lo hicieron hace cinco años, aún antes de la crisis, y la propia Angela Merkel desconfía ya de que los compromisos contraídos para el año 2015 puedan cumplirse. De hecho, algunos entienden que existen países prósperos porque hay otros bajo mínimos. Se entiende que China es ya la segunda potencia y acaba de superar a Japón, pero al admirar su rápido crecimiento se olvidan –hasta las propias autoridades chinas que defienden una sociedad sin clases– de algunos cientos de millones que se encuentran por debajo del nivel de la pobreza; es decir, cuyos ingresos no superan los dos dólares per cápita. Se han tornado invisibles. No sería muy difícil descender a la narración decimonónica o folletinesca o insistir, como las Iglesias o tantas ONG, que hay que darle una oportunidad parcial a este cuarto mundo oculto y vitalmente fugaz. Se ceban en África, continente abundante en recursos, explotado durante el colonialismo por Europa y, abandonado a su suerte, salvo alguna excepción que habría que matizar, en manos ahora de las grandes corporaciones especulativas, de un neocolonialismo del que se habló y discutió ampliamente en la década de los años sesenta, pero cuya denominación incluso ha desaparecido. El hambre y la pobreza, sin embargo, no son palabras vacías. Hay seres humanos que las sufren, como otros las enfermedades y, como tantos, las injusticias y el analfabetismo. Fue por esto por lo que la ONU estableció los ocho ODM (Objetivos para el Desarrollo del Milenio). Todavía podemos recordar los ecos televisivos, como los del ningún niño sin escuela. Pero andan del bracete los factores económicos y estos problemas sociales que son resultado de unas determinadas concepciones políticas. En el pasado siglo convivían dos argumentos que podrían multiplicarse. El crecimiento de la población provocaría la catástrofe que tantos visionarios profetizan aún, no sé si con razón (por ejemplo, China). Otros estimaban que era inevitable la lucha de clases y auguraban una sociedad que habría de superar el modelo capitalista por la vía de un socialismo revolucionario o del anarquismo. Esta inevitable dialéctica se consideraba universal. A lo largo del siglo XX se experimentaron éstos u otros modelos sociales y, entrado el nuevo milenio, seguimos empeñados en no movernos de una organización de estados nacionales, en los que las cuestiones sociales, aunque se debatan, no han logrado resultados muy apreciables (salvo en la zona de los Estados del bienestar ya en claro retroceso). Titulaba su novela más conocida Ciro Alegría, «El mundo es ancho y ajeno». Celebramos lo ancho y, con rubor, porque también lo advertimos ajeno.

Serán siempre otros los responsables de que economía y sociedad vayan cada una por su lado o de que apliquemos aquel refrán, como tantos ya olvidado, de «vaya yo caliente y ríase la gente». Dícese insolidaridad. Cuando dejamos las soluciones en manos de los organismos internacionales, sabemos ya que quedarán empantanadas en su burocracia y en problemas, sin duda reales, que entorpecerán cualquier resultado. En el tiempo en el que han leído ustedes estas líneas habrán muerto de desnutrición algunos niños, aunque tal observación se entienda lacrimógena, pese a no dejar de ser cierta. Entre los nuevos proyectos, que ya deducimos que no van a cumplirse, hemos sumado ahora tímidamente, para que nadie se ofenda, la protección a la mujer, aunque resultara antes implícita. Sin embargo, sabemos ya que sin acuerdos internacionales, que afecten al planeta en su conjunto, poco vamos a mejorar. Durante estos últimos años algunos países emergentes han reducido su nivel de pobreza y han logrado, por su propio esfuerzo y medios, salvar las distancias del reciente pasado: China, India y Brasil no sólo han crecido económicamente, sino que han huido del pelotón que cerraba las filas de la injusticia. Les queda todavía un largo trecho por recorrer, pero su crecimiento sostenido les ha concedido recia voz y voto útil en los foros internacionales. Podríamos, pues, deducir que sólo el crecimiento (con el peligro que entraña para el calentamiento global del planeta y la disminución de reservas energéticas) ha de permitir salvar estos dos grandes traumas. El esfuerzo global ni siquiera sería muy grande. Reducir los gastos de armamento de las grandes potencias o, aunque lo plantee el dúo Zapatero-Sarkozy, sin el beneplácito de los EEUU; con un pequeño gravamen a las transferencias de capital o añadiendo un par de euros a los billetes de los vuelos comerciales se resolvería parte del problema. Pronto olvidaremos el hambre de los otros. Y, por aquí, de huelga alegre.