Sevilla
Puente o pasarela
Los años iniciales de la, entre nosotros, calificada de Transición (incluso con mayúscula) permitieron contactos a todos los niveles, también intelectuales, entre Cataluña y el resto de España. Barcelona había supuesto una importante referencia inicial en el tardofranquismo para el acceso a un sistema democrático homologable a Europa. Todos éramos europeístas, porque existían innumerables peligros de recaídas en un manoseado nacionalismo lleno de agujeros, pozos y hasta abismos, como pudo comprobarse más tarde. El peso catalán fue entonces importante para el resto de España y se tenía en cuenta lo que opinaban los políticos surgidos de la clandestinidad o de largos exilios. No lograron ni mucho menos todo lo que se propusieron y el tortuoso camino recorrido hasta hoy permite advertir la pérdida de peso de Cataluña respecto al período anterior y el desinterés o incomprensión del resto de España, que minimaliza o no cree siquiera que exista problema alguno en las relaciones entre Cataluña y el resto del Estado. Falta entusiasmo en el pueblo catalán, que ha tendido al ombliguismo, cuando no a la ignorancia de lo que estima que no le atañe. Aquellos puentes que se iniciaron en los años treinta del pasado siglo, y que se hundieron con el franquismo, se reconvirtieron desde la Transición en frágiles pasarelas. El mecanismo autonómico ha debilitado, a la derecha y a la izquierda del espectro político, el deseo de forjar un estado sólido, aunque respetando idiosincrasias. La dura crisis económica y el creciente paro conducen a una efervescencia social que se caldeará con la inútil huelga general, buen caldo de cultivo para que, obnubilados por todo ello, las elecciones en Cataluña, hacia noviembre, pasen a un segundo plano. Pero se sabe del impulso del independentismo entre los jóvenes, que ha de traducirse en votos, o de la tendencia a un absentismo generalizado.
La disminución del peso específico catalán en el contexto español y la pérdida de liderazgo en la economía, en la cultura o en el mundo de las finanzas, son también responsabilidad de la sociedad catalana, atenta en exceso al beneficio rápido. Pero resulta más fácil, en lugar de admitir responsabilidades, cargárselas al vecino más cercano, y éste no puede ser Francia. De modo que Madrid, rompeolas de todas las Españas, se observa con recelo. Aquellos carcomidos puentes del diálogo de antaño no pueden o no desean reconstruirse. También, en este aspecto, la sociedad catalana se ha tornado más compleja y las soluciones simples no servirán ni a unos ni a otros. Hay mucho que cambiar y mejorar en Cataluña, y eso no lo arregla el nuevo Estatut, sino un ánimo colectivo y unos objetivos razonables y equitativos. Servirse del sentimiento nacionalista como argumento capaz de remediarlo todo resulta una falacia. La dinámica social puede ser favorecida por unos u otros políticos, pero la política tampoco es una medicina mágica. La sociedad civil organizada en miles de círculos, de la que tanto se ufanaban los catalanes de ayer, debería ampliarse. No ha servido de nada el victimismo ni servirá en adelante. El Barça lo entendió. Lo que cuenta es la creatividad en todos los órdenes. Si se redujese a lo económico, tampoco llegaríamos muy lejos. Es posible que en los últimos años Cataluña no haya recibido, en cuanto a financiación, lo que merecía, y ésta podría ser una de las razones de su relativo atraso, pero ello no lo justifica, sólo lo explica parcialmente.
Si los dos grandes partidos nacionales quieren contar con Cataluña y no tan sólo con los puntuales votos nacionalistas en el Congreso, deberían realizar un examen en profundidad. En un mundo global, que tiende a incrementar la uniformidad, conviene respetar y aún favorecer las diferencias. Puede ser que algunos añoren el sistema decimonónico provincial o que estimen que las autonomías han representado la decadencia de la nación española como tal o que propongan, a estas alturas, volver a unos ejércitos de reclutamiento obligatorio. El anticatalanismo, que se propaga como un virus, resulta peligroso e inútil. Mirar en exceso por el retrovisor provoca fatales accidentes. Un sociólogo que pretende situarse en la moderada izquierda hace pocos días se extrañaba de Cataluña; desconocía que hay situaciones preocupantes (por fortuna no dramáticas, aunque tiendan a incrementarse), pero tal extrañamiento (de extraño, ajeno) no se hubiera dado quizá si viviera en Sevilla o en Santiago de Compostela. Salvador Espriu, a quien tan poco se cita ahora en Cataluña, propuso en su libro-manifiesto «La pell de brau» (La piel de toro), que es como se entendió en la antigüedad la geografía peninsular, utopías que tal vez merecieran atención. Del nombre mismo de su pueblo natal, Arenys de Mar, en el Maresme, hizo un mito. Recuperó también los antiguos de una España que entendía cruzada de puentes, no de pasarelas. Pero para que exista un puente se requiere que los habitantes de ambas orillas acuerden construirlo. Se ha intentado en ocasiones y debería volverse a ello. Algunos creyeron, y hoy se cree, que merece la pena. Pero conviene admitir que existe el otro lado y que debajo corre un río, existe un vacío o el abismo. A lo que llegamos fue a que Iberia calificara de Puente Aéreo el trayecto Barcelona-Madrid-Barcelona y poco más.
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