Historia
Dictadura y autoritarismo
En tiempos muy recientes se ha producido cierta confusión desde sectores políticos acusando a los historiadores de no atenerse a las consignas que desde ellos se venían dictando. Yo he sido una de las víctimas de tal circunstancia. He esperado cierto tiempo para dar una explicación de mi postura como historiador porque en modo alguno quiero aparecer como resentido o dolido por las equivocadas interpretaciones que nos han sido ofrecidas. Creo, sin embargo, llegado el momento de una explicación en el uso de estos tres términos –dictadura, totalitarismo y autoritarismo–, con la esperanza de que nadie pueda interpretarla desde los límites del resentimiento.
Dictadura es un término que pertenece al derecho político romano y significa que, en determinadas circunstancias graves, como puede ser la presencia de Anibal en Italia, parece necesario suspender, aunque no suprimir, las estructuras políticas entregando, por un tiempo, todo el poder a esa persona que adquiere la responsabilidad de resolver el problema. En España fue el nombre y la situación que tomó don Miguel Primo de Rivera, en un momento en el que terrorismo o la guerra de África ponían en peligro la estabilidad de la Monarquía. Logró un éxito en esos dos aspectos y también en un tercero, mejorar la situación económica, en un momento de euforia en la economía mundial que iba a conducir sin embargo a la gran depresión de 1929, que se llevó al abismo primero al dictador y luego a la Monarquía. No estoy tratando de hacer juicios de valor sino, simplemente de explicar.
Totalitarismo es un término propuesto por Lenin cuando tenía que dar estructura a aquel Estado que nacía de una profunda Revolución. Consiste en someter todas las funciones del Estado al Partido que en aquel momento era único, aunque no hay razón para suponer que dicho sistema no pueda aplicarse a situaciones en que son varios los partidos que se instalan en el poder. Sencillamente significa por una parte que el Estado se ve obligado a ofrecer sus recursos al Partido –a los partidos, incluso–, limitándose por otra parte a cumplir aquellas decisiones que los órganos directivos de dicho partido vaya adoptando. Como el cardenal Schuster, arzobispo de Milán, explicara en aquella ocasión, la Iglesia ve en el totalitarismo un peligro: lejos de estar el Estado al servicio de los ciudadanos, como es su deber, se establece la opción contraria: los ciudadanos se encuentran sometidos al Estado, es decir, al Partido político que le controla. Ya que por esta vía autoridad y poder se unifican en una sola entidad. Ahora bien, de acuerdo con la doctrina de la Iglesia la autoridad, que comunica a los ciudadanos lo que debe hacerse, es un bien, mientras que el poder, fuerza coercitiva, es un mal que solo debe emplearse cuando los seres humanos incumplen las leyes justas.
Uno de los errores de la propaganda –no me canso de insistir en este punto– es calificar a los totalitarismos como extrema derecha. Es al contrario, en todos aparece el término socialismo, en la URSS, en el partido en que ingreso Hitler que se llamaba Socialista Obrero Alemán, y de modo especial en Mussolini que procedía del socialismo y cambio el calificativo a las células de este Partido, fascios, desde il lavoro al combattim, ento.
Pero surgieron en esta coyuntura otros sistemas a los cuales Juan Linz aconseja llamar autoritarios. De él he tomado esta definición. Invirtiendo los términos, se pretendía someter al Partido o a los partidos a la autoridad y poder del Estado. En España, tras la muerte de Sanjurjo, cuando los directores del alzamiento militar buscaban un jefe tal vez estaban pensando en una dictadura. Pero Franco se negó a aceptar esta fórmula ya que quería ser mucho más permanente: reunió el mando militar con la Jefatura del Estado y la del Gobierno. De ahí que el término autoritario me parezca el más correcto para definirlo. Pretendía retornar a la Monarquía, pero no a la que se suspendiera en 1931 sino a otra que permitiera una evolución completa, reconociendo sin embargo una autoridad superior a la suya, que era la de la Iglesia. Entre los que le apoyaban y que fueron unificados por él en un Movimiento, había políticos muy influyentes y bien dotados que preconizaban el establecimiento del totalitarismo ya que en aquellos años treinta en muchas partes parecía la forma más eficaz. Pero él consiguió evitar este giro, asegurándose en aquella posición inicial y repartiendo desde ella los poderes que eran imprescindibles para enviar la guerra, reparar la ruina económica y lograr el crecimiento que permitiese incluso a partir de 1959 el inicio de la transición. Guste o no guste, así fueron las cosas. Es bueno recordar que el último intento de crear Partido único en 1956 fue estorbado e impedido por la Iglesia, que no podía aceptar nada que se pareciese al totalitarismo.
Esto es lo que en mis trabajos he intentado explicar. Me duele que algunos no lo hayan entendido así, pero tampoco siento hacia los divergentes irritación o enojo. Un historiador no debe permitirse juicios de valor ni calificativos. Yo no podría decir en mi texto que Franco fue un dictador, porque no lo fue. Caudillo era el calificativo que aceptaba, explicándolo además en sus escritos con una referencia a los sucesores de Pelayo en Asturias, que estaban preparando la Monarquía. Y esto es también cierto. La Monarquía astur-leonesa no se instituye como tal hasta Alfonso II. En Santa María del Naranco tenemos el primer Palatium que aquí se levante. Perdónenme la digresión, pero no puedo evitar en estos últimos años de mi existencia, un refrendo a la querida tierra de Asturias.
No creo haber incurrido en críticas ni descalificaciones para nadie. En todo caso pediría perdón. Pero sí solicito que se nos permita a los historiadores hacer nuestro trabajo de la forma correcta, que no es desde luego la memoria política a la que ahora se quiere calificar de Historia. De la realidad de los acontecimientos, acertados o no, podemos aprender y enseñar a las generaciones futuras. Sin olvidar aquel consejo de un gran historiador alemán: hay que presentar las cosas «wie es eigentlich gewessen». Y no de otra manera.
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