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Ruta con percebes (y II)
Destruido mi primer matrimonio, el regreso circunstancial a casa de mis padres fue un intento de regenerarme que yo sabía que estaba condenado al fracaso. Llevaba demasiado tiempo trasnochando y sería difícil que me adaptase a las restricciones de una vida doméstica y organizada en la que sólo corría el riesgo de quemarme los labios con la leche del desayuno. Trabajar, comer y dormir sólo era un buen plan para alguien que pensase en la posibilidad de ser canonizado. Una noche volví tarde a casa y al día siguiente la demora fue aun mayor, hasta que llegó el momento en el que para el desayuno del jueves me presenté en la mesa la mañana del domingo. Para tranquilizar a mi madre probé a acariciarle la cara.
Entonces ella olió mis manos, las rechazó y me preguntó con sorna si aquel olor en mis dedos era porque me hubiese pasado tres noches comiendo percebes. Luego se ausentó y regresó al cabo de unos minutos con una maleta en la mano. «Será mejor que te marches antes de que tu padre salga del baño creyendo llegar a tiempo de que te hayas ido. El prefiere no verte por temor a arrepentirse y yo he pensado que lo mejor es que lleves tu vida y que sólo sepamos de ti por tu firma en el periódico.
Ya no me hago ilusiones contigo. Sé que me olvidarás tan pronto hayas arrugado las camisas que llevas recién planchadas. Sabía que te costaba adaptarte a la decencia, pero nunca pensé que hubiese alguien tan reacio a la felicidad». Iba a despedirme con un abrazo pero ella se volvió de espaldas. «Cuando salgas, por favor, no hagas ruido al cerrar la puerta; no quiero tener la absoluta certeza de que realmente te has ido».
Aquella escena tan amarga no dio para más, pero cada vez que pienso en ella por alguna razón creo que mi madre se quedó con las ganas de un añadido que hiciese aun más evidente la firmeza de su dolorosa decisión: «Y si algún día me llamas por teléfono, que sea sólo para recordarme que te olvide».
Ocurrió aquello una agradable mañana de verano, pero yo encendí la calefacción del coche y aun así recuerdo que al cabo de un rato me cogió el frío.
Al poco tiempo murió mi padre, y aunque estuve en su entierro, a veces pienso que sigue en el baño porque con el ruido cómplice del agua es difícil saber si alguien ha cerrado la puerta para no volver.
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