Sitges

El pesimismo de los Daroca por Alfonso Ussía

La Razón
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Jesús Aguirre, académico y duque de Alba por matrimonio con la titular, Cayetana Fitz-James Stuart –Stuart es Estuardo–, llevaba tres días padeciendo una terrible jaqueca. Alguien se interesó por su estado, y Aguirre aclaró el origen de su mal: «Tengo la tradicional jaqueca de los Alba». Aquello le divirtió mucho a Antonio Mingote, que sonreía los cinismos inteligentes de Aguirre. Así que un día, mientras Jesús Aguirre comía con unos amigos, uno de ellos le preguntó por su mujer: «Pues mira, lleva una semana muy nerviosa y se enfada por todo, y le he dicho, que o cambia, o se tiene que ir de casa». Aguirre, en efecto, era un personaje.

Meses atrás, El Rey concedió a Antonio Mingote el marquesado de Daroca. Antonio, que es Alcalde Honorario del Retiro, nació en Sitges, localidad que lleva en su alma, pero su amor es Daroca, como Teruel y Calatayud. En una bellísima carta que escribió al Rey para agradecerle su título, le explicaba lo que Daroca significaba para él, y lo que había significado para Daroca que el hijo de don Ángel y doña Carmen se hubiera convertido, nada más y nada menos, que en el marqués de Daroca, circunstancia que celebraron y festejaron con júbilo hasta los republicanos más recalcitrantes. «La verdad –me decía en uno de nuestros últimos almuerzos en el Club 31–, es que sólo le pongo cara a un republicano, y está muy contento».

Antonio padece desde hace casi tres años una enfermedad malvada. Y en diciembre, los dolores se acentuaron. Poca gente conoce los pliegues anímicos del genio, que jamás ha olvidado su condición de militar. Es capaz de soportar, hablar, hacer feliz y hasta coquetear mientras un cocodrilo le arranca las entrañas. Se acercó un lunes cualquiera a la hora de comer en el mencionado restaurante un amigo común, que conocía el mal de Mingote, un mal del que Antonio ha hecho todo lo posible por no enterarse. Aquel día le molestaba la enfermedad con más agudeza. «Tienes un aspecto estupendo», le dijo. «El aspecto no duele», respondió Antonio para restar importancia a su sufrimiento. En ese restaurante, el «Club 31», que anda en tristezas de clausura, Antonio y quien escribe han almorzado todos los lunes durante veinte años, y allí, en diciembre, lo hicimos por última vez junto a Isabel, su mujer, que lo intuía más débil que de costumbre. Muy débil, pero por primera vez en la vida, se atizó un martini seco de órdago a la grande. Y le sentó muy bien.

El marqués de Daroca empeoró un poco, y los médicos decidieron que se hiciera una revisión completa. «Pues nada, que me han encontrado muy alta la creatinina, con lo poco que me importa a mí la creatinina». En los grandes hospitales –y en los medianos, y en los pequeños– siempre se producen demoras. Y Antonio esperaba su turno en una silla de ruedas, en ese paisaje desolador y desolado que ofrecen los pasillos de un gran sanatorio. Y como el sentido del humor es algo que vive con él y para él, recordó la salida de Jesús Aguirre con su «tradicional jaqueca de los Alba».

Justo, en ese momento le llegó el turno, y una enfermera, amable, cariñosa y celestial se interesó por su estado de ánimo: «¿Cómo se siente, don Antonio?». Y don Antonio, alzando la mirada para topar la suya con la de la enfermera, le respondió: «Con el tradicional pesimismo de los Daroca».

Por aquí, norte de España, bóveda húmeda, los verdes esperan la llegada de las lluvias. Castilla está agostada, con las cosechas al borde del definitivo fracaso. Aragón comparte el sufrimiento del agua que no llega. No llega el agua pero llega todo, y la melancolía y el dolor ocupan el lugar primero, el preferente. Pero el mejor homenaje que podemos organizarle al genio pesimista, víctima del «tradicional pesimismo de los Daroca» es el de la gratitud por su talento derrochado en nuestro beneficio. En beneficio de España. Nada menos. Y que la gratitud le alcance el ánimo y se lo refuerce.