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Estas últimas semanas hemos podido ver en nuestros cines una película china que cuenta la parte más dramática de la vida de Confucio, su largo peregrinar tras su salida, con sus discípulos, de su estado natal de Lu. Es una excelente película, y trata con respeto y admiración la figura del pensador que muy pronto creó uno de los puntales de la cultura china. Después de las atrocidades del régimen comunista, particularmente bestial con la herencia de Confucio, los chinos se han reconciliado con su tradición y se muestran orgullosos de su pasado y de las figuras que encarnaron su civilización. Confucio, efectivamente, sigue siendo un ejemplo y los chinos quieren que lo siga siendo. Esta actitud es de por sí una lección, que podríamos imitar con provecho. En tiempos del pensador, en los siglos VI y V antes de Cristo, cuando China estaba en proceso de formación, se discutió con pasión la cuestión de la fiscalidad. ¿Valía más subir los impuestos para que el Estado hiciera los sacrificios que mantuvieran apaciguadas a las potencias sobrenaturales, o era mejor conceder la prioridad a las necesidades del pueblo antes que a los sacrificios que el Estado hacía a aquellas potencias? La respuesta de Confucio (en «Analectas» VI, 20 y XI, 11) fue que era mejor que cada uno se ocupara de sí mismo antes de satisfacer las exigencias del Estado y de los espíritus. La actitud ha hecho correr ríos de tinta, porque se ha deducido que el maestro negaba la existencia del Más Allá. No parece ser así. Confucio era un hombre respetuoso con las creencias de la época, como la película nos recuerda, pero no creía que se pudiera conseguir armonía alguna machacando a la gente con impuestos exagerados. Se ve que todavía, veinticinco siglos después, todos tenemos mucho que aprender de la gran tradición china.