Historia

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Niebla con gabanes (III)

La Razón
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Seguramente muchos españoles sintieron al final del servicio militar obligatorio la sensación de haber perdido un tiempo precioso sin haberle añadido a sus vidas nada que fuese verdaderamente interesante. No está de moda admirar a las Fuerzas Armadas y en determinados ambientes incluso sería contraproducente no adoptar una actitud de reserva o de severa crítica hacia los asuntos militares. Personas que no detestan a las Fuerzas Armadas son sin embargo incapaces de manifestar en público al menos su indiferencia por temor a ser considerados fascistas. No es mi caso, ni será nunca ése mi problema. Serví durante año y medio en la Armada y mis inclinaciones anarquistas jamás me han impedido reconocer que fue en la Marina donde tuve durante aquel tiempo mi verdadero hogar. Compartí aquellos dieciocho meses con niños de papá y con muchachos que faenaban en la mar embarcados con sus padres en infames condiciones de supervivencia. Curiosamente, la disciplina militar sólo les molestaba a los niños de papá, probablemente porque no entendían que el sargento instructor no les llevase a media mañana en una bandeja el desayuno a la cama. Su patria era el confort y no se adaptaban a un mundo exigente y disciplinado en el que a muchos de ellos les sorprendió que fuese inútil la sonoridad social de sus ilustres apellidos. Eran más patriotas los muchachos de origen humilde, los tipos corrientes, la gente gris, aquellos marineros de Cangas do Morrazo, de Luarca o de Laredo, que en la inseguridad de haber descubierto allí las esencias de la patria, al menos no dudaban de la suerte inmensa de haber probado por primera vez la mantequilla en el desayuno. He visto llorar con mis propios ojos a muchos de aquellos jóvenes que al licenciarse se dieron cuenta de que su verdadera familia eran los suboficiales, oficiales y jefes que seguían embarcados en el destructor «Oquendo» o en la fragata «Legazpi». Por mi natural indisciplina y por otras cosas que no vienen al caso, tuve unos cuantos choques con la Marina mientras permanecí en filas. Al final se acordó camuflar como un permiso indefinido lo que no era otra cosa que una expulsión en toda regla. No sentí entonces que la patria me hubiese dado una patada en el culo, pero, ¿sabes?, mi desmovilización me sentó como si mi padre me hubiese puesto la maleta en la puerta. Desde entonces, la selecta mantequilla de casa jamás me resultó tan agradable como la que servían a granel en la Armada cuando yo sólo era un puto marinero, y comprendí que para muchos de mis compañeros de brigada la patria, como el bromuro de la sopa, era una cosa que entraba mejor cuando se inculcaba con ayuda de la cuchara.