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Penalidades por María José Navarro

La Razón
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Viendo ayer a Rafa Nadal hablar de Federer cuando acababa de vencerle, me reafirmé en que estamos ante un caso único de ejemplaridad entre un vencedor y un vencido y seguramente también (y eso es gracias a ambos) de ejemplaridad entre el público que asiste a sus duelos. El resultado de sus citas es inverso al de un clásico entre Madrid y Barça y, desgraciadamente, casi al del fútbol en general. En el tenis, el árbitro pasa inadvertido, y el público confía en el árbitro, que es un señor que se encarama a un taburete alto y al que se le supone, sin discusión, profesionalidad y equidistancia suficientes para poder llevar a cabo su papel sin beneficiar o perjudicar a sabiendas a las partes enfrentadas. Gane el que gane o pierda el que pierda, ambos jugadores aceptan de buen grado el resultado, con el añadido de poder enorgullecerse de las formas y maneras usadas para defenderse del adversario. En el fútbol, sin embargo, todo es sospechoso antes del inicio. Se recela del árbitro, de sus gustos y querencias, se analizan sus precedentes y las estadísticas a favor o en contra de cada equipo. Se pone en solfa la estrategia de los contendientes. El esquema de su defensa. Se caldea el ambiente y sus aficiones se gritan antes y durante. Se asiste al partido con mucha tensión y rezando para que no pase cualquier cosa. Se protesta todo. Se piden varios penaltis y un puñado de expulsiones. Y cuando acaba, más leña, dependiendo del resultado y de los intereses de las partes. ¿A que más que fútbol parece cualquier caso que se haya visto o se vaya a ver en los tribunales estos días?