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Las cinco advertencias de Satanás
El año 1935 fue especialmente doloroso y sombrío para los españoles. Mientras las izquierdas se lanzaban violentamente a la calle y empleaban todos los recursos propagandísticos para precipitar el final del Gobierno de centro-derecha, José Antonio Primo de Rivera decidía en el parador de Gredos que había que prepararse, literalmente, para la Guerra Civil. Ahora sabemos que fue aquel un año perdido en vísperas del estallido de una contienda fratricida y que también entonces no pocos ventearon la tragedia como algo inevitable. Fue precisamente en ese mismo año cuando Jardiel Poncela estrenó «Las cinco advertencias de Satanás», una obra que se distanciaba considerablemente de lo que sería su trayectoria literaria anterior y posterior. La función tuvo un éxito notable, pero hasta la semana pasada en que volvió a estrenarse en el teatro Marquina de Madrid, gracias a la labor imposible de superar de Mara Recatero y Gustavo Pérez Puig, ha estado fuera de los escenarios durante más de tres cuartos de siglo. Nunca se ha sabido con claridad porque Jardiel se negó a reestrenarla. Quizá temió que las ironías con que había perfilado el personaje del administrador judío al que Nicolás Romero da vida de manera incomparable no fueran comprendidas en una Europa posterior al Holocausto. Quizá sintió que las referencias a cierto tipo de sexualidad – una sexualidad que gira en torno al conflicto vivido por el añoso Félix –cuya imagen de cansancio sabe tan bien reproducir Pep Munné– y la joven Coral, representada por una angelical Aloma Romero, podrían resultar un tanto escandalosas. Yo me inclino por otra posibilidad. El texto de Jardiel –en realidad, un drama con tintes elegantemente cómicos más que una comedia al uso– presenta dos partes claramente diferenciadas. En la primera, asistimos a una desternillante exhibición de cinismo jardieliano a la hora de abordar las relaciones entre hombre y mujer. Que Ramón –al que da vida descaradamente bien Andoñi Ferreño– pueda bromear con el hecho de que su amigo Félix le traspase las corbatas y las mujeres –como la seductora Nuria Benet– constituye tan sólo una de las manifestaciones de esa chispa incomparable que hemos visto en distintas comedias del genial escritor. Sin embargo, en la segunda parte –tras la aparición del mismísimo Satanás para lanzar sus advertencias– la situación experimenta una metamorfosis total. Es cierto que aún se perciben huellas del Jardiel clásico que van del mayordomo –magnífico Juan Lombardero– a esa nudista enloquecida que encarna en un prodigio de buen hacer interpretativo Susana Lois. Sin embargo, en las tablas nos enfrentamos ahora con un género humano sujeto a un destino terrible e inevitable del que no puede escapar. No sólo eso. Cualquier intento para eludir la temida y previsible realidad sólo servirá para acelerarla. El que alguien estrenara algo semejante a poco más de medio año del estallido de la Guerra Civil provoca escalofríos y, seguramente, también explica por qué Jardiel evitó que la obra volviera a representarse. Cabe pensar que, pasada la terrible contienda, el comediógrafo deseara sacudirse la idea sobrecogedora del drama que no puede evitarse y volviera a sus registros de siempre. Precisamente por ello, resulta obligado asistir a esta representación. Porque Jardiel nunca escribiría nada semejante, porque nosotros también parecemos ahora arrastrados por una mano invisible hacia la desdicha y porque, finalmente, como muestra la misma obra, siempre queda la esperanza.
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